Ir al contenido principal

Rudin

Ociosos terratenientes y jóvenes de talento se dan cita en la casa de verano de la ilustre y rica viuda Daria Mijailovna Lasunskaya. Uno de esos jóvenes, todo elocuencia y persuasión, prolonga una visita de circunstancias en una estancia de varios meses, y suscita en torno a él reacciones extremas, del más completo desprecio a las más apasionada devoción. En este clima tenso y contradictorio, captado desde una refinada distancia teatral, Turguénev traza en Rudin (1856), su primera novela, un espléndido retrato del «hombre superfluo», una figura tratada ya por el autor en anteriores relatos, inspirada por el Eugenio Oneguin de Pushkin, y que acabaría por convertirse en un prototipo de la literatura rusa del XIX. Héroe hamletiano, medio inspirado en Bakunin, Rudin encarna no ya el clásico conflicto entre la palabra y la acción, sino entre la palabra vacía y la que sólo trágicamente puede cobrar sentido.
Esta nueva edición incluye un texto de Roberto Bolaño sobre su experiencia de la lectura de la novela y un apéndice sobre su composición y su sentido a cargo del traductor, Jesús García Gabaldón.

Capítulo I
     Era una tranquila mañana de verano. El sol ya se había elevado bastante en el limpio cielo, pero en los campos todavía brillaba el rocío. Del valle, hasta hace poco dormido, soplaba una olorosa frescura, y en el bosque, todavía húmedo y silencioso, trinaban alegremente los pájaros madrugadores.
     En la cima de una ladera, cubierta de arriba abajo por el centeno en flor, se vislumbraba un pueblo pequeño. Hacia ese pueblo, por un estrecho camino vecinal, se encaminaba una mujer joven, con un vestido blanco de organdí, un sombrero de paja redondo y una sombrilla en la mano. Un pequeño criado cosaco la seguía de lejos.
     La joven andaba sin  prisa, como si se deleitara con el paseo. A su alrededor, por el alto y cambiante centeno difuminándose en un rizo, ora verde plateado, ora rojizo, con suave rumor, volaban largas olas. En lo alto, resonaban las alondras. La mujer venía de su hacienda, que quedaba a poco más de una versta del pueblo adonde se dirigía. Se llamaba Alexandra Pávlovna Lípina. Era viuda, sin hijos y bastante rica; vivía con su hermano, el capitán de Caballería, retirado, Serguei Pávlich Volíntsev. Éste no estaba casado y administraba los bienes de su hermana.
     Alexandra Pávlovna llegó al pueblo, se detuvo ante una isba muy vieja y de techo bajo, y llamando a su criado, le mandó que entrara en ella y preguntara por la salud de la dueña de la casa. Volvió pronto en compañía de un decrépito campesino de barba blanca.
     -Bueno, ¿cómo está? -preguntó Alexandra Pávlovna.
     -Aún vive... -farfulló el viejo.
     -¿Se puede pasar?
     -¡Cómo no! Claro que se puede.
    Alexandra Pávlovna entró en la isba. Dentro se estaba muy estrecho, en un ambiente sofocante y ahumado. Alguien se revolvía y gemía en un camastro. Alexandra Pávlovna echó un vistazo y en la penumbra vislumbró la cabeza amarillenta y arrugada de la anciana, envuelta en un pañuelo a cuadros. Cubierta hasta el pecho por un tabardo, respiraba con dificultad separando débilmente sus manos enjutas. Alexandra Pávlovna se acercó a la anciana y le rozó con sus dedos la frente... Le ardía.
     -¿Cómo te sientes, Matriona? -preguntó, inclinándose sobre el camastro.
     -¡Ay! -gimió la anciana mirando fijamente a Alexandra Pávlovna-. ¡Mal, muy mal, querida! ¡Me llegó la hora, paloma mía!
     -Dios es misericordioso, Matriona. Puede que mejores.
     ¿Tomaste la medicina que te envié?

     La anciana gimió melancólicamente y no contestó... No había oído la pregunta.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Carta de Manuela Sáenz a James Thorne, su primer marido

No, no y no, por el amor de Dios, basta. ¿Por qué te empeñas en que cambie de resolución. ¡Mil veces, no! Señor mío, eres excelente, eres inimitable. Pero, mi amigo, no eres grano de anís que te haya dejado por el general Bolívar; dejar a un marido sin tus méritos no seria nada. ¿Crees por un momento que, después de ser amada por este general durante años, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo o de los tres juntos? Sé muy bien que no puedo unirme a él por las leyes del honor, como tú las llamas, pero ¿crees que me siento menos honrada porque sea mi amante y no mi marido? No vivo para los prejuicios de la sociedad, que sólo fueron inventados para que nos atormentemos el uno al otro. Déjame en paz, mi querido inglés. Déjame en paz. Hagamos en cambio otra cosa. Nos casaremos cuando estemos en el cielo, pero en esta tierra ¡no! ¿Crees que la solución es mala? En nuestro hogar celestial, nuestr

La extraña muerte de Fray Pedro

En 1913, el nicarag ü ense Ruben Dario presenta este cuento, el cual relata la historia de un fraile que muere en nombre de la ciencia. Un ser pertubado por el maligno espiritu que infunde la ciencia, el cual fragmentaba sus horas coventuales entre ciencia y oracion, las disciplinas y el laboratorio que le era permitido. Con este texto, Ruben Dario, deja en claro que la fe es un acto de fidelidad, que se sobreentiende en el corazón sin pasar por la cabeza. “No pudo desde ese instante estar tranquilo, pues algo que era una ansia de su querer de creyente, aunque no viese lo sacrilegio que en ello se contenia, punzaba sus anhelos” Toda la historia tiene lugar en el cementerio de un convento, cuya visita va dirigida por un religioso. la guia advierte a sus seguidores sobre la lapida de Fray Pedro, personaje central del cuento. Un personaje “flaco, anguloso, palido” e incluso de espiritu perturbado cuya desgracia se veia venir con su sed de conocimiento. El fraile persuade a

Grandes esperanzas (Fragmentos)

«En el primer momento no me fijé en todo esto, pero vi más de lo que podía suponer, y observé que todo aquello, que en otro tiempo debió de ser blanco, se veía amarillento. Observé que la novia que llevaba aquel traje se había marchitado como las flores y la misma ropa, y no le quedaba más brillo que el de sus ojos hundidos. Imaginé que en otro tiempo aquel vestido debió de ceñir el talle esbelto de una mujer joven, y que la figura sobre la que colgaba ahora había quedado reducida a piel y huesos. [...] ―¿Quién es? ―preguntó la dama que estaba sentada junto a la mesa. ―Pip, señora. ―¿Pip? ―El muchacho que ha traído hasta aquí Mr. Pumblechook, señora. He venido a jugar... ―Acércate más, muchacho. Deja que te vea bien. Al encontrarme delante de ella, rehuyendo su mirada, observé con detalle los objetos que nos rodeaban, y reparé en que tanto el reloj que había encima de la mesa como el de la pared estaban parados a las nueves menos veinte. ―Mírame ―me dijo miss