Ir al contenido principal

La comisión para la inmortalización

Leonid Krasin fue un ingeniero de la antigua Unión Soviética que propuso congelar el cadáver de Lenin para devolverlo a la vida cuando fuera científica y tecnológicamente posible. Formaba parte de la conocida como «Comisión para la Inmortalización». Y de ello trata precisamente el nuevo y fascinante ensayo de John Gray: de la obsesión humana por trascender la mortalidad.
Si por un lado los investigadores psíquicos victorianos pretendían demostrar de una manera científica la existencia del alma y para ello se servían de extrañas sesiones de espiritismo en las que escribían textos automáticos interconectados para entrar en contacto no con el magma del inconsciente -como harían más tarde los surrealistas-, sino con el más allá, los «constructores de Dios» de la Unión Soviética, por su parte, no buscaban pruebas de vida después de la muerte, sino divinizar a la humanidad a través de la técnica y la razón, creando a un nuevo hombre libre de toda imperfección. Pero para matar a la muerte habría que matar primero al hombre. Y eso hizo, de manera implacable, la eficiente máquina de muerte soviética.
Espiritismo, bolcheviques, Darwin, dobles agentes, extravagantes profesores ingleses, presencias ultramundanas, sociedades secretas, Stalin, extraterrestres, mesías póstumos y la momia de Lenin... Una galería de personajes y de situaciones digna de una novela -si no perteneciera ya a esa novela insuperable que es la historia- y que en manos de John Gray da lugar a un ensayo lúcido y apasionante sobre la necesidad que siempre ha tenido el hombre -ya sea a través de la religión o de la ciencia- de creer en la inmortalidad. En realidad, nos dice Gray, se trata de un profundo miedo a lo ingobernable, a esa contingencia que rige el destino de todos los seres humanos y que habría que aceptar con humildad: «El más allá es como la utopía, un lugar donde nadie quiere vivir».
«Con el tiempo, la escritura de Gray se vuelve más fragmentaria, cercana por una parte al epigrama y por otra al collage, y más apegada a la literatura». Antonio Muñoz Molina, El País

PRÓLOGO

DOS INTENTOS DE ENGAÑAR A LA MUERTE
A finales del siglo xix y principios del xx, la ciencia se convirtió en el vehículo con que se pretendía hacer frente a la muerte. Se apeló al poder del conocimiento para liberar a los humanos de su mortalidad. La ciencia se utilizó contra la ciencia y pasó a ser un canal para la magia.
     La ciencia había revelado un mundo en el que los humanos no eran diferentes de otros animales a la hora de enfrentarse al olvido definitivo cuando morían y, a la larga, a la extinción como especie. Éste era el mensaje del darwinismo, que ni siquiera el propio Darwin aceptaba por completo. Casi todo el mundo la consideraba una visión intolerable, y como la mayoría había abandonado la religión, se volcó en la ciencia para escapar del mundo que la ciencia había revelado.
      En Gran Bretaña surgió un poderoso movimiento, bien relacionado, que pretendía encontrar pruebas científicas de que la personalidad humana sobrevivía a la muerte corporal. Los investigadores psíquicos, apoyados por algunas figuras destacadas de la época, creían que la inmortalidad podía ser un hecho demostrable. Las sesiones que eran tan populares en esta época no eran meros juegos de salón victorianos inventados para distraerse en aburridas veladas. Formaban parte de una búsqueda ansiosa, a veces desesperada, del sentido de la vida; búsqueda que atrajo al filósofo de Cambridge Henry Sidgwick, autor de un estudio de ética que todavía se lee hoy en día; a Alfred Russel Wallace, codescubridor junto con Darwin de la selección natural y converso al espiritualismo; y a Arthur Balfour, que en un tiempo fue primer ministro británico y presidente de la Sociedad para la Investigación Psíquica, que hacia el final de su vida se interesó por la correspondencia mediante escritura automática con una mujer fallecida mucho tiempo atrás, a la que muchos creían que él había amado.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Carta de Manuela Sáenz a James Thorne, su primer marido

No, no y no, por el amor de Dios, basta. ¿Por qué te empeñas en que cambie de resolución. ¡Mil veces, no! Señor mío, eres excelente, eres inimitable. Pero, mi amigo, no eres grano de anís que te haya dejado por el general Bolívar; dejar a un marido sin tus méritos no seria nada. ¿Crees por un momento que, después de ser amada por este general durante años, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo o de los tres juntos? Sé muy bien que no puedo unirme a él por las leyes del honor, como tú las llamas, pero ¿crees que me siento menos honrada porque sea mi amante y no mi marido? No vivo para los prejuicios de la sociedad, que sólo fueron inventados para que nos atormentemos el uno al otro. Déjame en paz, mi querido inglés. Déjame en paz. Hagamos en cambio otra cosa. Nos casaremos cuando estemos en el cielo, pero en esta tierra ¡no! ¿Crees que la solución es mala? En nuestro hogar celestial, nuestr

La extraña muerte de Fray Pedro

En 1913, el nicarag ü ense Ruben Dario presenta este cuento, el cual relata la historia de un fraile que muere en nombre de la ciencia. Un ser pertubado por el maligno espiritu que infunde la ciencia, el cual fragmentaba sus horas coventuales entre ciencia y oracion, las disciplinas y el laboratorio que le era permitido. Con este texto, Ruben Dario, deja en claro que la fe es un acto de fidelidad, que se sobreentiende en el corazón sin pasar por la cabeza. “No pudo desde ese instante estar tranquilo, pues algo que era una ansia de su querer de creyente, aunque no viese lo sacrilegio que en ello se contenia, punzaba sus anhelos” Toda la historia tiene lugar en el cementerio de un convento, cuya visita va dirigida por un religioso. la guia advierte a sus seguidores sobre la lapida de Fray Pedro, personaje central del cuento. Un personaje “flaco, anguloso, palido” e incluso de espiritu perturbado cuya desgracia se veia venir con su sed de conocimiento. El fraile persuade a

Donna Tartt, el vuelo entre la alta y la baja literatura

Por su primer título,  El secreto  (1992), Donna Tartt  (Greenwood, Misisipí 1963) recibió un adelanto de 450.000 dólares (el equivalente sería hoy una cifra muy superior), caso insólito en alguien que no había publicado aún nada. Antes de salir el libro, un  extenso perfil aparecido en  Vanity Fair  predijo la fama de la autora, anunciando la irrupción en el panorama de las letras norteamericanas de una figura que supuestamente borraba la distancia entre la alta y la baja literatura. Confirmando las esperanzas puestas en ella por sus editores, “El secreto” vendió cinco millones de ejemplares en una treintena de idiomas. Las críticas fueron abrumadoramente favorables, aunque no hubo unanimidad con respecto al diagnóstico de  Vanity Fair.  La primera novela de Donna Tartt es un thriller  gótico que lleva a cabo con singular habilidad el desvelamiento de un misterioso asesinato perpetrado en el departamento de lenguas clásicas de Hampden College, institución universitaria de carácter