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“La literatura es una herramienta para comprendernos aun frente al absurdo”

Rosa Beltrán (Ciudad de México, 1960) está llena de manías. La más frecuente consiste en abrir un libro al azar aunque eso le impida seguir la trama. "El libro se resiste a revelar su significado, como ocurre en los textos sagrados y se vuelve en cambio un acicate que me ayuda a transitar por otros mundos. Leído así, obligo al libro a decir algo que no diría siguiendo el orden en que fue escrito. Nunca he creído traicionar a un autor al hacer esto. Más allá de nosotros, el libro tiene su propio espíritu y Borges nos recuerda que aun en la Biblia se dice que el espíritu sopla donde quiere".

De leer, ya lo ven, uno no puede salir impune. Sobre todo si se trata de alguien que se dedica a presentar libros. Porque a través de ellos revive sus lecturas preferidas y las mezcla con su propia vida. Y porque gracias a la lectura vive otras vidas. Es el caso de la protagonista de Efectos secundarios (451 editores, 2012), la nueva novela de Beltrán, que lee sin descanso mientras su país es consumido por la violencia. No tanto para "evadir" o "amortiguar" la realidad, sino para obtener una imagen más nítida de lo que ocurre. Hay que leer, dice la autora, "porque eso nos hace entender mejor lo que vivimos; porque al leer reflexionamos, aprendemos, damos sentido. Lo que nos ocurre se presenta de manera caótica. La literatura es una herramienta para comprendernos aun frente al absurdo".

Beltrán ha escrito novelas, cuentos y ensayos. Dice su colega Elmer Mendoza que la obra de su compatriota "maneja con solvencia una prosa nerviosa, inquietante pero equilibrada; si le hiciéramos una gráfica sería un electrocardiograma de alguien con cierto grado de enfermedad". En La corte de los ilusos (Joaquín Mortiz, 1995), su primera novela (y quizá su libro más exitoso), Beltrán narra los enredos de la corte de Agustín de Iturbide, el primer "emperador" de México después de la independencia, sin olvidar hechos curiosos acerca de sus parientes, sus amantes y sus amigos: todo un retrato de la aristocracia que a partir de entonces comenzó a dirigir el destino del país, en detrimento de los indígenas. Más tarde se ocuparía de otras penurias contemporáneas: en El paraíso que fuimos (Seix Barral, 2002) cuenta el declive económico del México de finales de los años ochenta a través de una familia de clase media.

"No hay literatura sin apropiación", explica la autora

Para Efectos secundarios ha preferido echar mano de sus autores y lecturas predilectas. Para revivirlas. Es que a ella, por ejemplo, le gustaría ser "madame Bovary, Gregor Samsa, Orlando, el coronel Aureliano Buendía o el primo jorobado de La balada del café triste. Mis personajes amados están de un modo u otro en la mayoría de mis novelas. Algunos personajes nos acompañan durante más tiempo que mucha de la gente que conocemos en nuestra vida. Lo mismo ocurre con otros componentes de la literatura. Pessoa dice que hay metáforas que son más reales que mucha de la gente que camina por la calle".

Pero, ¿es válido hacer tantas referencias a otros libros en Efectos secundarios? "No hay literatura sin apropiación", explica. "Hoy se llama intertextualidad, pero en el siglo XVII las escuelas de pintura y los poetas funcionaban gracias a la imitatio. Quien no acudía a fórmulas temáticas y formales preexistentes era quemado en leña verde. Hoy ocurre lo contrario". Y todo esto, ¿qué propósito tiene? "En un mundo tan violento como el que vivimos, en un país tan violento como el mío, me interesaba hacerme una pregunta que ni la política ni la ciencia ni las tecnologías parecen hacerse. Ninguna habla de comportamiento evolutivo. ¿Sirve de algo la literatura, y la cultura, en una situación de violencia cotidiana?".

El País

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