1 Pensar el siglo XX
Tony Judt con Timothy Snyder. Traducción de Victoria Gordo del Rey. Taurus
Nadie de los que han votado Pensar el siglo XX
como el mejor libro del año lo ha hecho por considerar las tristes
circunstancias en las que se produjo y fue escrita esta conversación de
Tony Judt, un enfermo de esclerosis lateral amiotrófica que tenía pocas
oportunidades de verla impresa, y su colega y admirador Timothy Snyder.
En esa misma época angustiosa había surgido también un breve pero
intenso panfleto sobre la crisis de civilización que todavía nos aqueja, Algo va mal (2010), y una sugestiva autobiografía ordenada por ámbitos temáticos, El refugio de la memoria
(2010), ambos dictados por el autor y transcritos por manos amigas. Lo
que sucedió es que todos reconocimos en estos libros la lucidez, la
libertad y la inteligencia que nos habían deslumbrado en los dos
inmediatamente anteriores, la síntesis histórica sobre la historia
europea posterior a 1945, Posguerra (publicado en 2005, traducido en 2006), con enorme éxito internacional, y los brillantes ensayos de Sobre el olvidado siglo XX (2008), escritos casi todos para las exigentes páginas de The New Yorker.
En la conversación se habla a menudo de la doble condición de 'insider' y 'outsider' como formas de socialización y disposiciones de ánimo
Leer algo que se ha escrito con la contumaz voluntad de un testamento
impresiona por fuerza. Pero, desde un comienzo, Tony Judt había
observado la experiencia de su propia vida como un objeto de historia
y en estos libros postreros se aprecian las dotes intelectuales que
siempre tuvo: la vehemencia y la brillantez expresivas, la capacidad de
evocación de lo concreto y revelador, la legítima soberbia de quien
puede ser osado o impertinente, pero sin rozar la autosuficiencia o la
pedantería. En la conversación con Snyder se habla a menudo de la doble
condición de insider y outsider como formas de
socialización y disposiciones de ánimo, y se infiere que Judt se sabía
beneficiario de las ventajas de ambas: como historiador fue un insider con resabios de outsider
(formado en Cambridge, enseñó muy tempranamente en Reino Unido y en
Estados Unidos, pero siempre fue bastante rebelde a consejos, actitudes y
supersticiones académicas) y como ser humano fue un outsider con voluntad de insider
(fue un judío británico de clase media que cursó estudios gracias al
excelente sistema de becas, que siempre echó de menos, y supo lo que
debía a las tradiciones pedagógicas británicas). En El refugio de la memoria,
el precioso capítulo dedicado a ‘Joe’, su primer profesor de alemán,
deja muy claro el orgullo por el propio esfuerzo. Y otro apartado,
‘Palabras’, consigna la deuda con la retórica y la exactitud verbal que
aprendió en el King’s College. Y nunca se sintió incómodo por haber sido
—como sus compañeros becarios— “al mismo tiempo radicales y miembros de
una élite. Es la incoherencia de la meritocracia: dar a cada uno su
oportunidad y luego privilegiar a los que tenían talento”. Tampoco
resulta fácil clasificarle en virtud de otras decisiones vitales. Se
dedicó temprana y brillantemente a la historia intelectual de la Francia
moderna, pero nunca estuvo cómodo en el mundo ceremonioso y
mandarinesco de las grandes Écoles, donde tuvo la oportunidad de
completar su formación. Por edad vivió la conmoción de 1968, pero no
sintió el atractivo de la revolución, ni militó en el comunismo, porque
en esos años prefirió ser sionista. Y, de hecho, su gran descubrimiento
intelectual se produjo, ya en los noventa, cuando empezó a leer (y logró
hacerlo en sus lenguas de origen) a pensadores disidentes polacos y
checos a los que sus coetáneos anglosajones y franceses habitualmente
desdeñaban.
El análisis de esta trayectoria marca el sistema conjuntivo que pactaron Snyder y Judt para la escritura de Pensar el siglo XX. El arranque de cada capítulo es un memorándum
autobiográfico de Judt que plantea lo sustancial del tema y que va
dando paso a las matizaciones, apostillas o sugerencias de su colega y,
al cabo, a un diálogo animado entre dos hombres de distinta edad (el
entrevistador es veinte años más joven) y biografía (Snyder es un
norteamericano de Ohio), aunque ambos compartan el mismo interés por la
cultura centroeuropea y la misma aversión a los dos totalitarismos del
siglo XX, el fascismo y el comunismo. Snyder escribe al frente de su
prólogo que “este es un libro de historia, una biografía y un tratado de
ética”, porque recuerda, sin duda, que la definición de historiador que
más complacía a Judt era aquella que los hacía “filósofos que enseñan
mediante ejemplos”. En las páginas de los capítulos 7 (‘Unidades y
fragmentos: historiador europeo’) y 8 (‘La edad de la responsabilidad:
moralista estadounidense’), que se refieren respectivamente a la
escritura de Posguerra y a la participación en los debates políticos de
las revistas norteamericanas de los últimos diez años, encontraremos a
un defensor del concepto clásico de la historia (“la historia es un
relato moral”), que prefiere como arrimo la referencia de las
Humanidades a la de las llamadas Ciencias Sociales y que se confiesa
poco amigo de las corrientes poshistóricas de patente francesa, o de las
surgidas al calor de los Cultural Studies. Y a quien no le quita el
sueño la querella de hogaño entre la Historia profesional y la Memoria
histórica, concebida como una suerte de democratización de la primera:
“Son hermanastras que se odian —apunta en sus conversaciones— y son
inseparables porque comparten una herencia indivisible”. El objetivo de
la Historia es la dilucidación de la verdad y no un acto personal de
reconciliación o de querella con el pasado: la “verdad de la
autenticidad”, le cuenta a Snyder, “es distinta de la verdad de la
honestidad. Del mismo modo, la verdad de la caridad es diferente de la
verdad de la crítica”.
Pero en los artículos de ese libro no había tenido inconveniente en manifestar su antipatía por la megalomanía obstinada de Juan Pablo II,
No le gustaba que la Historia se haya arrogado la función de corregir el presente,
mediante la lectura masoquista del pasado. Como historiador de los
acontecimientos del siglo XX, pudo tener la tentación de hacerlo pero la
conjuró porque no creyó (como escribió en el prefacio a Sobre el olvidado siglo XX)
que aquella centuria fuera solamente “una Cámara de los Horrores
Históricos de utilidad pedagógica cuyas estaciones se llaman Múnich o
Pearl Harbor, Auschwitz o Gulag, Armenia o Bosnia o Ruanda, con el 11 de
septiembre como especie de coda excesiva, una sangrienta posdata”. Pero
en los artículos de ese libro no había tenido inconveniente en
manifestar su antipatía por la megalomanía
obstinada de Juan Pablo II, por la fatuidad vana de Tony Blair, por la
soberbia de Jean-Paul Sartre, por los silencios del gran historiador Eric Hobsbawn,
a la vez que exponía su consideración negativa de la sociedad belga de
hoy y de los errores que parecen presidir los rumbos de la historia
israelí después de 1967 y de la rumana de los últimos cien años. En las
conversaciones con Snyder, leemos que lo esencial del legado del último
siglo no fueron las guerras y los conflictos de identidad nacional, sino
que “durante gran parte del siglo nos dedicamos a debatir, implícita o
explícitamente, sobre el surgimiento del Estado”, algo que, en puridad,
fue herencia del fecundo siglo XIX y desembocó en la opción por “Estados
democráticos y constitucionales fuertes, con una fiscalidad alta y
activamente intervencionistas, que podían abarcar sociedades de masas
complejas sin recurrir a la violencia o la represión”. Y, a despecho de
su proclamada renuncia a aleccionar, Judt concluye: “Seríamos unos
insensatos si renunciáramos alegremente a ese legado”.
Estas briosas afirmaciones y la nostalgia del pensamiento de quien
las dijo es lo que —a mí, cuando menos— me han llevado a considerar
estas conversaciones de Judt y Snyder como el mejor libro del año
pasado. Hubo otros excelentes, sin duda, pero ninguno nos habla tan
claramente de la estirpe rahez del poder financiero y de la estupidez de
sus corifeos políticos y periodísticos, dedicados al resignado
masoquismo (los sacrificios nos harán dignos de la felicidad futura) y
al cuidadoso desmantelamiento de aquello que, desde hace más de cien
años, tanto ha contribuido a la libertad y la dignidad de los seres
humanos.
El País
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