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Rico en conocimiento, pobre en sabiduría

 

                                                                             

En ‘La fragilidad del mundo’, Joan-Carles Mèlich propugna una filosofía más cercana a la compasión y a la duda que a la metafísica.

La mayoría de los analistas políticos de la posmodernidad coinciden en señalar la primacía del relato sobre la argumentación, lo que para algunos constituye un engaño de los líderes a sus eventuales votantes. Por eso me ha fascinado la lectura de la obra de Joan-Carles Mèlich, profesor de Filosofía de la Educación, que considera que para entender lo que sucede es preciso apartarse del pensamiento metafísico para adentrarse en “el metafórico y narrativo”. Así lo explica en su obra más reciente, La fragilidad del mundo, continuación de una saga de indudable éxito, que nos introduce a lo que podría considerarse una filosofía de las emociones, aunque él la reclama como filosofía de la finitud. Ya en su primera página nos advierte de que vivimos una época rica en conocimiento y pobre en sabiduría. T. S. Eliot fue pionero, por cierto, de esta descripción. En su poema La roca (1934) reclamaba el conocimiento de la quietud y del silencio, cuya ausencia nos acercaba a la ignorancia. ¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en el conocimiento?, clamaba el poeta, como ahora lo hace el filósofo.

Heredero intelectual de ­Nietzsche, Heidegger y Wittgenstein, considera que la existencia es estructuralmente relacional. Frente al viaje interior que cualquier ideología mística predica como el mejor camino para descubrir el propio ser, para Mèlich existir es “salirse de uno mismo, lanzarse a una aventura en tierra extraña” repleta de incertidumbres. A fin de poder desenvolvernos con acierto en ese lugar siempre inhóspito contamos con herramientas heredadas, a comenzar por la gramática, que no es solo la lengua, sino un universo de símbolos y normas que diseñan un horizonte moral, una especie de reglas de decencia, sin observar las cuales sería imposible habitar el mundo. Gracias a la tradición literaria, muy viva en el razonamiento del autor, la memoria, tanto personal como colectiva, forma parte inevitable de ese universo ritual y simbólico que nos ayuda a componer el relato: una forma de descubrir la verdadera existencia más lúcida que la lógica o la argumentación.

Las proposiciones de Mèlich enlazan de un modo u otro con el llamado pensamiento débil, tan de moda a finales del pasado siglo, cuya expresión ha demostrado tener más fortaleza y profundidad que algunas escuelas teológicas. Por lo demás, interpretar nuestra existencia principalmente desde la alteridad tiene consecuencias morales y políticas definitorias de la extrema confusión en la que habitamos. Vivir es arriesgarse, y las reglas de decencia que el autor propugna ayudan a protegernos de los peligros ajenos. En mi opinión, no pueden ser un catecismo de prohibiciones, sino más bien el recordatorio de que la fragilidad del mundo es consecuencia de nuestra propia fragilidad existencial.

No diré que estoy de acuerdo con todas las reflexiones de Mèlich, pero suscribo su denuncia de que científicos, periodistas, políticos y médicos ocupan hoy el lugar de los chamanes de la tribu y los sacerdotes. Han invadido “su lugar en la plaza pública y en las conversaciones a través de las pequeñas pantallas. Abundan los expertos y todos se atreven a hacer un diagnóstico y prever el futuro”. La prosa del autor está envuelta en el misterio de la duda y demuestra una enorme compasión por el ser humano, amenazado por la angustia, el miedo y la enfermedad.

Escrito el libro durante la pandemia, redunda en diversas evocaciones de La peste, de Camus, manual de uso indispensable en las circunstancias en las que ahora vivimos. Algunas descripciones parecen inspiradas por la triste belleza de esa obra del Nobel francés. Como cuando lamenta la imposibilidad de hablarnos con la mirada al mantener una conversación a través de las pantallas; o la imposibilidad de despedirse de los seres queridos en su agonía y la ausencia de duelo y compasión en el final del viaje hacia la finitud. El libro se cierra con una meditación sobre la muerte, la senectud y la enfermedad. Para el autor vivir es envejecer; estoy seguro de que los años le harán ver que envejecer es también, y sobre todo, proyectar.

Poseedor de un brillante estilo, las más de las veces intimista, se reclama admirador de la escuela intelectual y artística de la Viena de hace un siglo. Su lectura me recuerda a ratos los trabajos de Michel Onfray. Pero mientras de este pienso que es un impostor, un oportunista que explota la confusión entre información, conocimiento y sabiduría, Mèlich demuestra una sólida coherencia en su plan, un tanto pedagógico como corresponde a su ocupación de profesor. Es este un libro que, lejos de pretender enseñarnos filosofía, procura que aprendamos a pensar por nuestra cuenta. Ya solo eso es muy de agradecer.

Fuente:elpais.com/babelia

 

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