John Cage, que habría sido centenario en 2012, ideó en 1987, junto al realizador Frank Scheffer, una transgresora versión de El anillo del nibelungo
de Wagner, nacido en Leipzig el 22 de mayo de 1813, lo que lo
convertirá, por tanto, muy pronto en bicentenario. Por la película del
iconoclasta compositor estadounidense vemos desfilar a nornas, dioses,
gigantes, valquirias, enanos, gibichungos, héroes y villanos al
completo. Las aproximadamente quince horas de la tetralogía original
quedan reducidas, sin embargo, en Wagner’s Ring a tres minutos cuarenta
segundos de vertiginosas secuencias mudas, o con un ruido creciente de
fondo, rodadas con idéntico encuadre en la Ópera Estatal de Baviera y
cuyo desarrollo secuencial se decidió aleatoriamente por medio del libro
de cabecera de Cage, el milenario I Ching o Libro de los cambios chino. El autor de 4’33
desproveía así a Wagner, de un plumazo, de las coordenadas
espaciotemporales que constituyen la esencia de su obra y lo mostraba
desnudo, indefenso, a la intemperie.
Por extraño que pueda parecer, cabe entroncar fácilmente a Cage con Wagner, porque su maestro y mentor en Los Ángeles, Arnold Schönberg,
dio comienzo a su “emancipación de la disonancia”, a su revolución
—atonal primero, dodecafónica después—, apurando justamente la misma
mecha que había empezado a prender tras la subversión armónica operada
por Tristán e Isolda, El anillo del nibelungo o Parsifal.
Schönberg reconoció que Wagner había fomentado “un cambio en la lógica y
en el poder constructivo de la armonía”, lo cual había dado lugar a un
“destronamiento” de la tonalidad, al tiempo que confesaba haber
aprendido de él que “es posible manipular los temas con fines
expresivos” y “considerarlos como si fueran ornamentos complejos, de
manera que puedan utilizarse con respecto a sus armonías de un modo
disonante”. Inculcó esta misma admiración a sus alumnos y Alban Berg
regaló a su maestro en las navidades de 1911 la primera edición
comercial de Mein Leben (la reinvención fabulada de Wagner de su propia
vida hasta 1864). Schönberg leyó el libro, sin embargo, con sentimientos
ambivalentes, pues apenas halló lo que más ansiaba descubrir. En una
carta de agradecimiento enviada a Berg el 13 de enero de 1912 confiesa
echar en falta “revelaciones sobre las experiencias internas que lo
condujeron a sus obras. Él escribe, en cambio, casi exclusivamente —y de
manera intencionada, es evidente— sobre circunstancias externas”.
El autor de los Gurrelieder pone el dedo en la llaga que asoma en
cuanto empieza a ahondarse en la figura de Wagner. El músico escribió de
manera casi compulsiva sobre cualesquiera temas imaginables,
compendiando, como ha escrito uno de sus grandes exégetas, Carl
Dahlhaus, “toda la herencia intelectual de su época”. La modestia le era
ajena y a los sesenta años ya había supervisado personalmente la
publicación de los nueve primeros volúmenes de sus Escritos y poemas
completos, en los que conviven entremezclados premoniciones y desvaríos,
discernimientos y aberraciones: el caso más flagrante y conocido, el
ensayo El judaísmo en la música,
un verdadero catálogo de infamias y atrocidades. Tampoco dejó al margen
de su grafomanía su periplo vital. Empezó a dictarlo en 1865 a su
entonces amante, Cosima von Bülow, si bien mitologizando
tendenciosamente este soberbio ejercicio de egotismo y maquillando a
capricho su biografía. La remozó a fin de presentarla tal y como quería
que hubiese sido realmente, con objeto de poder postularse, sin que nada
chirriara, a los dos títulos que ansiaba ostentar por encima de todo:
el de heredero natural de Beethoven y el de gran redentor —una palabra tan de su gusto— del “sagrado arte alemán”, así caracterizado al final de Los maestros cantores de Núremberg.
Sus teorías han provocado especulaciones, análisis, y debates sin fin que no han dejado de perpetuarse hasta hoy en día
Sin embargo, con contadísimas excepciones, apenas nos legó
información sobre las claves últimas de su obra, sobre su factura
puramente musical y su simbología dramática, sobre la extraña
omnipresencia del agua en sus libretos, dejando ladinamente intactas y
en penumbra sus amplias zonas de sombra. Teorizó durante décadas —con
muy desigual fortuna— sobre todo lo divino y lo humano, pero evitó
deliberadamente dar demasiadas pistas sobre aspectos concretos y
tangibles de sus dramas, lo cual pensaba que garantizaría aún más su
perdurabilidad y aseguraría, como de hecho ha sucedido, las
especulaciones, análisis y debates sin fin que no han dejado de
perpetuarse hasta hoy.
Wagner anhelaba, por encima de todo, sobrevivir. Ya que físicamente
no era posible, buscó hacerlo a través del avatar del wagnerismo, que él
mismo fundó, y que constituye un caso único de religión en la que se
arrogó para sí los papeles de dios, profeta, evangelista, forjador de
ritos y arquitecto ante mortem de su propio santuario: Bayreuth. Llegó incluso a paralizar la composición del Anillo,
su proyecto más ambicioso, hasta que no tuvo garantías de que el
Festspielhaus llamado a acogerlo sería por fin una realidad. Su
condición de templo hegemónico por antonomasia quedaría refrendada años
después con la prohibición de interpretar Parsifal en ningún otro lugar
que no fuera Bayreuth. Wagner antepuso todo a la pervivencia de sus
ideas y no hizo nunca ascos a maquinaciones, mentiras o subterfugios
para conseguir sus propósitos, algo que lo sitúa en las antípodas de
Giuseppe Verdi, su exacto contemporáneo y compañero natural de
efeméride. Giuseppina Strepponi se preguntaba en 1869, en una carta al
editor Ricordi: “¿No es cierto, Giulio, que en Verdi el hombre supera al
artista?”. Difícilmente cabe plantearse una disyuntiva semejante en el
caso de Wagner, de conducta y opiniones muchas veces indefendibles, de
una incontinencia oral pareja a la escrita, pero capaz de elevarse sobre
todas sus miserias y contradicciones en su faceta de creador
iconoclasta y visionario. Porque es aquí donde hay que rendirse ante los
logros de este compositor en gran medida autodidacta que sí acusó, en
cambio, con fuerza en su música influencias exógenas.
Con el wagnerismo se arrogó para sí los papeles de dios, profeta, forjador de ritos, arquitecto de su santurio y evangelista
A la cabeza, sin duda, la filosofía de Arthur Schopenhauer,
que le proporcionó “conceptos que —confesó— son perfectamente
congruentes con mis propias intuiciones” y le ayudó a desenmarañar la
madeja para lograr hacer confluir razón y corazón. Los sentimientos más
recónditos, la voluntad de los seres humanos, de los personajes de una
ópera, podían adquirir únicamente plena expresión por medio de la
música, capaz de llegar a ámbitos infranqueables para las palabras. A
Wagner, en consecuencia, no le interesa tanto lo fáctico, los
acontecimientos mejor o peor engarzados, como los estados de ánimo, la
transformación psicológica de los personajes, la vida interior de su
variopinto desfile de arquetipos, aquello que puede ser expresado
únicamente por medio de la música, superior, por consiguiente, a las
demás artes. De ahí que la acción de sus propios libretos (otra
novedad), inspirados casi siempre en sagas centenarias o mitos
medievales, avance con frecuencia a impulsos de extensos monólogos que
rememoran lo ya acontecido previamente y que solo conocemos, por tanto,
en segunda instancia, o por persona interpuesta. Todo ello, como no
podía ser de otra manera, dinamitó por completo el género, con
explosivos adicionales tan eficaces como su deseo de primar la
aliteración en detrimento de la rima, el decisivo papel conarrador
confiado a una orquesta omnímoda y su eliminación de los compartimentos
estancos (recitativos, arias, dúos, coros) en que se había articulado
sistemáticamente la ópera desde su nacimiento, y aún presentes, más o
menos camuflados, en sus primeras creaciones. Aceptadas las nuevas
reglas del juego, solo cabe rendirse ante la perfecta construcción de
sus estructuras dramáticas, que reposan casi siempre en esquemas
sumamente sencillos y admiten lecturas muy distintas, cuando no
abiertamente enfrentadas, en coyunturas históricas también cambiantes.
Por eso los dramas de Wagner sirven de bisturí hermenéutico psicológico y
social de primer orden y, al desasirse con tanta naturalidad de la
contingencia histórica que los vio nacer, son, y serán, siempre
actuales.
Hay quienes han caído en sus redes, como Friedrich Nietzsche,
y luego se han tornado apóstatas furibundos: el filósofo alemán pasó de
idolatrarlo como un dios a tildarlo del “archiembaucador”. “Éramos
amigos y nos hemos convertido en dos extraños condenados a ser enemigos
aquí en la tierra”, escribió en 1883, aunque al final de su vida, en Ecce Homo,
aún tuvo arrestos para admitir que Wagner había sido “el mayor
benefactor” de su vida. Otros, como Thomas Mann, fueron siempre fieles a
una atracción que vivieron como irresistible (aunque, en su caso,
poblada de oscuridades, patologías sexuales y afinidades edípicas). Más
incluso que el Anillo, la ópera que no ha dejado nunca de conquistar devotos ha sido la más radical de todas, Tristán e Isolda, por lo que no puede sorprender su presencia, muchas décadas después, en propuestas no menos vanguardistas como La tierra baldía, el largo poema de T. S. Eliot, o Un perro andaluz,
la breve película de Luis Buñuel. Nietzsche pensaba que “todo el mundo
debe quedar fascinado por su música”. Esta nos apela y remueve por
igual, comprendamos o no su carácter revolucionario —que va mucho más
allá de sus hallazgos armónicos— y la extraordinaria complejidad de su
armazón interna. Hay pocas músicas más sobrenaturales que el dúo del
segundo acto y nadie lo ha expresado tan gráfica, cruda y cabalmente
como el compositor Virgil Thomson, un crítico musical de sagacidad e
ingenio inigualables: “Los amantes eyaculan simultáneamente siete
veces”, momentos todos “claramente indicados en la partitura”. Isolda,
un personaje femenino que rompe por completo con una tradición secular y
es, operísticamente hablando, la primera mujer moderna, rememora al
final del drama, casi como una alucinación, parte de la música de ese
dúo, cuando ambos cantan: “¡Así moriríamos para, sin separarnos,
eternamente uno, sin fin, sin despertar, sin temer, sin nombre,
abrazados en el amor, entregados del todo a nosotros, vivir únicamente
para el amor!”. La melodía parece emanar del cadáver de Tristán que
tiene a su lado y solo ella la oye al tiempo que, más que propiamente
morir, se transfigura para evitar la separación de su amado y trascender
con ello el deseo y el dolor (las heroínas de Wagner no agonizan
desangrándose como sus héroes, sino que expiran sin más o se inmolan).
“Ya no es ni siquiera música”, le confesó un día un anonadado Bruno
Walter a Thomas Mann después de haber dirigido Tristán e Isolda. Es
mucho más que eso: en los primeros años había personas que se desmayaban
e incluso vomitaban durante la representación. Y el primer Tristán, el
tenor Ludwig Schnorr, murió tan solo un mes después del estreno en
Múnich. Acababa de cumplir 29 años.
Al final, el 13 de febrero de 1883, en Venecia, el creador
omnipotente, el dios, encontró también la muerte, pues, como dice
Gurnemanz sobre Titurel en el tercer acto de Parsifal, su
última ópera, Wagner resultó ser al cabo, también él, “un hombre como
todos”. Pocos meses antes se había parado el corazón de Charles Darwin y
solo cuatro semanas después fallecería su compatriota Karl Marx en
Londres. Los tres grandes revolucionarios del siglo XIX (Sigmund Freud
era aún demasiado joven para haber roto moldes), los tres artífices de
la modernidad, se iban casi a la vez, con los deberes hechos, dejando un
mundo radicalmente diferente del que se habían encontrado y con los
tres ismos a que dieron lugar sobreviviéndoles como activísimos
fermentos de transformación política, científica y cultural. Para
Wagner, sin embargo, lo peor estaba aún por llegar: su viuda lo
sacralizó y sus hijos políticos lo nazificaron. Cosima, que había
ofrecido una visión paradisiaca de la vida de la pareja en sus diarios,
ejerció, con mejor voluntad que acierto, de custodio y suma sacerdotisa
del Grial del wagnerismo, haciendo de su R un objeto de culto. Pero, muy
pronto, de la hagiografía se pasó a la demonización. Su hija mayor,
Eva, se casó con un apóstol del racismo, Houston Stewart Chamberlain, y
la muerte del heredero, el débil Siegfried, que sobrevivió solo cuatro
meses a su madre, dejó las riendas de Bayreuth en manos de su mujer,
otra británica, Winifred, una nazi confesa que sentía una fascinación
enfermiza por Hitler y que había vivido su primer éxtasis wagneriano a
los 17 años: “A partir de ahora, para mí ya no existía otra cosa que
Wagner y el mundo de Bayreuth”. El legado del compositor quedaba así,
irremediablemente, a los pies de los caballos. Él había tirado las
primeras piedras, es cierto, pero la lapidación en toda regla quedó en
manos de otros.
Hay quienes han caído en sus redes, como Friedrich Nietzsche,y luego se han tornado apóstatas furibundos
Por fortuna, y por más que pueda pesarle a su disfuncional familia,
hay vida wagneriana más allá de Bayreuth, si bien ha sido allí, en su
condición de centro de autoridad, donde se han escrito muchos de los
capítulos más decisivos e influyentes de la recepción del compositor,
como las históricas producciones de la posguerra firmadas por su nieto
Wieland, que devolvió lo que él consideraba básicamente psicodramas a su
origen natural —el teatro griego—, con propuestas esquemáticas,
abstractas, esenciales, atemporales, un dechado de despojamiento e
interiorización en el que los juegos de luz y el gesto de los cantantes
se reservaban todo el protagonismo. Bayreuth también ha aniquilado
voces, incapaces de sobrevivir durante mucho tiempo a las inclementes
exigencias de los grandes papeles wagnerianos, y ha congeniado mal con
ilustres directores, como le sucedió en 1983, el año del centenario de
la muerte del compositor, a Georg Solti (que tendrá siempre asegurado,
aun así, un lugar de honor en el Olimpo wagneriano por su gesta pionera
del Anillo completo grabado por Decca, ahora reeditado una vez más). O, más recientemente, a Thomas Hengelbrock, que acaba de dirigir un Parsifal
laico y traslúcido en el Teatro Real remedando la sonoridad que lo vio
nacer en 1882 y que se dio de bruces con las incongruencias reinantes en
la Verde Colina al colocar sobre su atril en el verano de 2011 un
facsímil de la partitura manuscrita de Tannhäuser de 1845
mientras Sebastian Baumgarten urdía en el escenario una descabellada
producción trasladada a una ultramoderna planta de reciclaje de
excrementos humanos.
Si los directores de escena suelen sentirse hoy a sus anchas para
hacer y deshacer a su libre arbitrio, imponiendo su peculiar concepto de
una ópera, en el caso de los dramas de Wagner, merced al amplio margen
de discrecionalidad interpretativa que ofrecen y al fuerte componente
simbólico intrínseco a su concepción original, las tropelías se suceden
sin freno en una carrera disparatada hacia el absurdo. Tras no pocos
vaivenes, Frank Castorf será finalmente el encargado de dirigir
escénicamente, a partir del próximo 26 de julio, la esperada tetralogía
del bicentenario en Bayreuth, ambientada tras la II Guerra Mundial y con
el petróleo haciendo las veces del oro de nuestra época (por más que,
de resultas de la crisis, el metal precioso esté ahora reviviendo
esplendores de antaño). Será difícil que agite las conciencias y levante
las polvaredas de la del centenario del estreno, la rompedora, audaz y a
ratos incongruente producción de 1976 dirigida por Patrice Chéreau y
Pierre Boulez.
Sus dramas sirven de bisturía hermenéutico psicológico y social de primer orden, y son, y serán, siempre actuales
Quien quiera enfrentarse con provecho a Wagner tendrá, pues, que
hacer tabla rasa de contradicciones y disimulos, abstraerse de excesos y
desvaríos, pasar por alto hurtos y tergiversaciones, desprenderse de
mitologías y sectarismos, prescindir de Hitler y de Nietzsche, huir de
apologetas y detractores, para armarse, en cambio, de mesura, de
paciencia, de ecuanimidad, de capacidad de asombro, dejando a un lado
tanta hojarasca acumulada y la inacabable retahíla de prejuicios
heredados. Dos siglos después del nacimiento de Wagner, no es fácil
esquivar la espesa y pegajosa maraña que sigue embrollándolo, vestirse
de inocencia y situarse —y situarlo— más allá del bien y del mal, pero,
si se consigue, su música y sus poemas, como a él le gustaba llamarlos,
se bastan por sí solos para atraparte y acaban por dejarte inerme,
atónito, incapaz de ofrecer resistencia alguna. “Zum Raum wird hier die
Zeit” (“el tiempo deviene aquí en espacio”), afirma también Gurnemanz,
crípticamente, en el primer acto de Parsifal. Más quizá que
ningún otro dramaturgo o compositor, para que su magia surta efecto,
para poder experimentar, como le sucedió a un subyugado Charles
Baudelaire tras escuchar en 1860 varias de sus obras en París, “el
orgullo y la dicha de comprender, de dejarme penetrar, invadir, una
voluptuosidad verdaderamente sensual, y que se asemeja a la de elevarse
en el aire o mecerse sobre el mar”, Wagner precisa justamente de las dos
cosas de que lo despojó la maliciosa travesura de John Cage: un espacio
—real o mental— en el que desvelar sus dramas y un tiempo —largo y
desahogado en el que desplegar su música—.
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