15 de marzo. Llego a Roma, aún trepidante por la
elección del nuevo Papa. Los periódicos españoles hacen florilegios de
urgencia de los pensamientos más hondos y prometedores del ungido. Mi
preferido: “Si dejamos de caminar, nos paramos”. ¡Y estas cosas se le
ocurrían ya antes de tener ayuda especial del Espíritu Santo!
Preocupación entre los columnistas —mayor cuanto menos piadosos son—,
sobre si a partir de ahora la Iglesia conectará mejor “con los problemas
de nuestro tiempo”. Que yo sepa, siempre lo ha hecho: en España incluso
suele formar parte de ellos. Con lo que jamás conecta ni conectará es
con las soluciones a tales problemas. Los periodistas italianos llevan
muy a mal que yo no quiera contestar nada sobre el nuevo Papa. ¡Pero si
habla español! Eso nos es tan raro, salvo en España. Niente a dire, niente a dire… A punto estoy de recomendarles, ya que tanto les gusta el español, que lean el recién traducido Diccionario de ateos
(Laetoli), de Sylvain Maréchal, subversivo pensador del Siglo de las
Luces. Pero en realidad lo más adecuado para hoy lo dijo ayer Valéry: “El debate religioso no es ya entre religiones, sino entre los que creen que creer tiene algún valor y los otros”.
16 de marzo. Debate sobre Europa en el Auditorio,
lleno como siempre. No conozco público más entusiasta de este tipo de
actos que el italiano, dicho sea con admiración. Comparto estrado con el
escritor griego Petros Markaris, que señala como principal problema de
Europa la no aceptación de las diversas formas culturales de nuestra
maltrecha unión. Yo en cambio echo en falta una definición común de la
cultura democrática, más allá de otras divergencias enriquecedoras. No
puede ser que los países difieran en la consideración que merecen el
impago de impuestos, la evasión de capitales, la corrupción pública, los
paraísos fiscales… Es en tales temas donde hay que buscar unanimidad,
no en arte, literatura o gastronomía. Markaris es reconocido autor de un
género muy popular en diversos países europeos, la novela negra
ambientada en la actualidad política. La gente gusta de leer por la
mañana en la prensa sobre escándalos de corrupción y especulaciones
fraudulentas, para por la tarde solazarse con una novela en que un
honrado inspector de policía se enfrenta a corruptos y especuladores. A
mí me parece una temática aburrida, que se repite más que el alioli.
Prefiero Los cien días (Pasos Perdidos), del gran Joseph Roth, indagación genial y conmovedora del final del imperio napoleónico.
17 de marzo. El taxista viene a las seis de la
mañana para llevarme al aeropuerto. Cuando le digo que voy a Madrid, me
pregunta si conozco la calle de Damasco, una de las más importantes de
esa capital. Son las seis de la mañana, de modo que gruño sin
comprometerme. El taxista ha nacido allí, en Damasco, capital de Siria.
¿Sé lo que está pasando en Siria? Otro gruñido: tragedia, El Asad… ¡Pero
El Asad es el mejor gobernante que ha tenido Siria! ¡El mejor del
mundo! El único que combate el terrorismo de Al Qaeda, traicionado por
Inglaterra, por Francia, por EE UU, por todos… La charla adoctrinadora
dura hasta Fiumicino. Son las seis de la madrugada, a esa hora no
discuto.
18 de marzo. Sigue el escándalo —¿ingenuo?,
¿hipócrita?— en torno a las palabras de Laura Mintegi calificando de
muertes “políticas” los asesinatos de Buesa y su escolta. ¡Claro que lo
son! Y por eso la responsabilidad de ellas no solo es penal sino también
política, el precio que no se ha hecho pagar a Bildu. Firmo la petición
de la AVT para que no se derogue la doctrina Parot. Ninguno de
los argumentos contra ella me convencen. Si el cómputo de las
reducciones penales solo puede ser sobre 30 (o 40) años, ¿por qué las
condenas pueden llegar a más de 1.000? Leo que Ortuzar (PNV) y Eguiguren
(PSE) coinciden en que no debe haber una “justicia de castigo”. Con
líderes políticos tan lúcidos, no es extraño que Europa vaya a la
deriva: lo raro es que antaño se lograra abolir la esclavitud…
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