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Una crisis de novela

El 15 de septiembre de 2008, festividad de Nuestra Señora de los Dolores, Lehman Brothers, cuarto banco estadounidense de inversión y dueño de 32.000 millones de euros en títulos hipotecarios, se declaró en quiebra. Ese mismo día, Marco, diseñador de futuribles para una inmobiliaria, entró en el despacho del director de su empresa. Le había dicho “tenemos que hablar un momento”. No hubo palmadita esta vez. Ni “cómo te va, chaval, eres un artista”. Un tajo limpio: “Créeme que no puedo hacer otra cosa”. Mientras el mundo ponía los ojos en Wall Street, él bajó la vista y se marchó a su casa. Llegó de noche, dio un beso a su mujer y se metió en la cama. Al día siguiente se lo dijo: “Me han echado del trabajo, Julia”. Luego rompió a llorar. Más tranquilo, se metió en el baño y para no oír sus pensamientos encendió la radio. Entonces se enteró de lo de Lehman Brothers

Dos años más tarde Esteban, dueño de una carpintería, despidió a Joaquín, Álvaro, Julio, Jorge y Ahmed, sus cinco empleados. Se había asociado con un constructor para el que llevaba años fabricando ventanas y puertas y la cosa terminó mal: la burbuja. El que peor se lo tomó fue Julio, que siempre había cobrado en negro para mantener el subsidio del paro. Cuando se le acabó no supo a quién pedirle prestado. Y milagros no hace. Ni él ni su mujer, que cobra 600 euros. Y luego, los tres críos y el maldito multifrutas de sus compañeros. Ellos también quieren. “Solo cuando estás en la ruina descubres que hay que comer todos los días, fíjate que bobada”. “Nunca pensé que iba a vivir algo así, nadie nos preparó para esto”.

Las historias de Marco, Esteban y Julio podrían haber salido de las páginas de un periódico, pero han salido de las de dos novelas: Democracia (Seix Barral), de Pablo Gutiérrez, publicada hace cuatro meses, y En la orilla (Anagrama), de Rafael Chirbes, publicada este mismo mes. Son solo dos ejemplos de cómo la crisis económica se ha filtrado en los libros. Si la novela, según la clásica definición de Stendhal, es un espejo a lo largo de un camino, la imagen que hoy devuelve ese espejo es la de obras paradas, colas del paro, neveras vacías, indignación y desconcierto.

“Galdós tuvo Trafalgar; nosotros, Lehman Brothers”, dice Pablo Gutiérrez

Onubense de 1978, profesor en un instituto y señalado por la revista Granta como uno de los grandes valores (no bursátiles) de la joven literatura en español, Pablo Gutiérrez cuenta que Democracia nació de su propia incertidumbre: “Un mes antes de que todo estallara, nadie sabía qué era Lehman Brothers. Ahora las páginas salmón han absorbido el periódico: todo el rato se habla de economía, de corrupción”. Con su novela, dice, trató de resolver su propio desconcierto frente a acontecimientos que se sucedían a toda velocidad: “Pronto supimos que nada iba a quedar en su sitio, que todos íbamos a pagar esta crisis-estafa. Unos más que otros, claro”. De ahí que su obra relate simultáneamente, con una mezcla de amargura e ironía, los avatares del famoso banco de inversión quebrado, la peripecia vital de Georges Soros y el descalabro de Marco. “La novela no es ni una investigación ni una tesis. De economía sé lo que todos hemos aprendido desde 2008. Quise contar cómo afecta un colapso cósmico a seres individuales, la intrahistoria, qué relación hay entre el gran mundo de las finanzas y una vida pequeña. Ya lo hizo Galdós en los Episodios Nacionales. Él cuenta cómo la batalla de Trafalgar afecta a un grumete, y nuestro Trafalgar ha sido Lehnman Brothers, la crisis. En mi caso el grumete es Marco, uno más, casi un arquetipo. Ya lo dice su nombre: es el marco del espejo, y lo que refleja es miseria, hace el trabajo como le dicen, pero el que recibe el golpe es él”.

Un total de 5.965.400 parados, una tasa de desempleo del 26,02%, 1.833.700 hogares con todos sus miembros activos en paro, o sea, un 10,53%… Los datos referidos de la Encuesta de Población Activa 2012 sobrevolaron hace tres semanas la ceremonia de investidura como doctor honoris causa por la UNED de José Manuel Caballero Bonald, último premio Cervantes. Junto al poeta y novelista jerezano recibió ese doctorado el economista Victorio Valle. Fue él quien puso los números encima de la mesa. Sin perderlos de vista, las letras corrieron por cuenta de Caballero Bonald, que disertó sobre el compromiso del intelectual, un tema que parecía oxidado desde los tiempos del antifranquismo, pero que la crisis actual ha devuelto a la conversación. “El escritor”, dijo, “debe ser, por definición, un vigilante del poder, de cualquier poder, un testigo de cargo de sus presuntos desvíos y abusos, no necesariamente a través de su obra, sino por medio de sus reacciones personales, de su conducta cívica”.

Como en la propia vida, la crisis se ha colado en la literatura. La torre de marfil no escapa a la ruina. Así, no es difícil rastrear alusiones a los dramas de la inmigración, el caso Palma Arena o la especulación financiera en los últimos libros de poemas de Felipe Benítez Reyes, Pere Gimferrer o Antonio Gamoneda. Este último será, además, el prologuista de una antología de poesía “contra la crisis económica” que prepara la editorial Bartleby. Por su parte, el sello El Viejo Topo, de larga tradición crítica, acaba de abrir, con un libro de Lidia Falcón, una colección que se anuncia abiertamente como de “novela política”. Por el lado de la no ficción, ahí están los nuevos libros (del ensayo al panfleto pasando por la crónica) de autores tan distintos como Antonio Muñoz Molina —Todo lo que era sólido (Seix Barral)—, Miguel Sánchez-Ostiz —El asco indecible (Pamiela)—, Javier López Menacho —Yo, precario (Libros del Lince)— o Lucía Etxebarría —Liquidación por derribo (Planeta)—.

“En este momento convendría que cada escritor escribiera su propia novela de la crisis”. Lo dice Marta Sanz, la escritora que, junto a Benjamín Prado, leyó el manifiesto final de la manifestación contra los recortes del Gobierno que el 19 de julio pasado llenó las calles de Madrid. Para Sanz no se trata tanto de usar “grandes palabras” como de retratar las “miserias cotidianas, sus historias de amor y de terror”. “Yo busco, modestamente, intervenir en la cosa pública. Para mí la literatura siempre fue un espejo crítico de la realidad. Trato de hablar de cosas que me duelen, y lo colectivo se filtra en lo individual, es inevitable, inseparable”.

“La literatura es inofensiva, pero no inútil”, afirma Lorenzo Silva

Sanz, que en 2003 publicó Animales domésticos (Destino) —una historia sobre la “pudrición” de la clase media y “la brecha pavorosa que empezaba a haber entre los de arriba y los de abajo”—, ha cultivado además uno de los subgéneros a los que siempre se atribuye una gran capacidad de reflejar crudamente las miserias de una sociedad: la novela negra. Lorenzo Silva, referente español del negociado negro, huye de las generalizaciones —“la hay escapista y realista sin intención social”—, pero reconoce que la conciencia crítica está muy presente en la novela negra que se hace ahora en España: “¿Por qué? Porque la nuestra es una sociedad fallida”, explica, “y el desencanto que genera está presente en todos los personajes, ya sea un sospechoso, un testigo, un policía o un juez. Sin esa decepción hoy el personaje no sería creíble”.

Aun así, una cosa es que una novela tenga intención social y otra, que su efecto lo sea. “Hablamos de literatura, que no deja de ser algo minoritario e inofensivo para los poderosos, más preocupados por lo que se dice de ellos en Telecinco”, concede Silva. “Eso no quiere decir que sea inútil. Durante años muchos colegas italianos me decían que escribían novela negra porque no podían contar la verdad de otra manera. No podían ir a la tele a criticar al presidente del Gobierno porque ese presidente era el dueño de la tele. En esas circunstancias los escritores mantuvieron viva una conciencia colectiva. A veces no se trata más que de eso”.

Paradójicamente, la penuria económica llena las mesas de librerías que sufren la parálisis del consumo. Al tiempo que llama a la movilización entre sus colegas —cada novelista, su crisis—, Marta Sanz manifiesta su miedo de que los escritores empiecen a “tratar a los lectores como clientes para lavar su conciencia”, es decir, que la literatura “política” se convierta en “un placebo para no meterse de lleno en política y así desactivar las posibilidades reales de actuar”. Ese tipo de literatura, advierte, “corre el riesgo de convertirse en merchandising de la buena conciencia porque el nudo que ata cultura y educación es cada vez más débil. En contraposición, se afianza el que une cultura y espectáculo, a poder ser, de masas”.

Para Pablo Gutiérrez, pese a todo, es importante tomar la palabra: “No soy tan ingenuo como para creer que una novela puede cambiar el orden de los tiempos, pero es que la eficacia de los discursos gira en torno al discurso, no necesariamente en torno a ninguna acción”. Mientras escribía Democracia, cuenta, él tenía muy presente “el relato colectivo y anónimo” que se está construyendo sobre la crisis: “Lo vamos asumiendo, y eso es muy nocivo porque nos va amansando. De entrada, el léxico que usamos para hablar de la crisis hace que parezca una catástrofe natural, inevitable, meteorológica, como un huracán ante el que solo cabe esperar que pase. ¿No se habla de tormenta financiera?”. En su opinión, la literatura debe ir contra el discurso oficial y, frente a la impersonal apelación a un dios hermético —los mercados piden...—, recordar que la crisis tiene causas y tiene consecuencias, responsables y víctimas. Como el Marco de su novela, que, pese al golpe, no se resigna a que la historia de su vida la cuente, con prosa de telediario, el Instituto Nacional de Estadística.

El País

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