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Nada de nada, ¿la nada?

A muchos escritores jóvenes o poco conocidos no se les publica o, en otros casos, se es paga una miseria: más o menos, podría decirse, como en los tiempos anteriores al boom de la construcción y a las otras burbujas que barboteaban hace unos años casi por todas partes.

La situación sería ahora similar a la que correspondía a los tiempos heroicos de la literatura —o de la pintura— en que resultaba tan arduo comunicar lo escrito o pintado para el público en general.
En esos tiempos, Vicente Aleixandre repetía una frase que yo no he dejado de repetir cuando ha llegado la ocasión: “El poeta que por fin decide escribir para sí mismo muere por falta de destino”.

Nadie deseaba morir de un modo tan miserable pero conociendo la miseria de la cultura ¿qué se le iba a hacer en aquellos años no mediáticos? Pues luchar y luchar de modo que el autor no solo debía abrirse camino en las procelosas aguas de la creación sino ante los escasos medios del mercado.
Ahora han aparecido un sinfín de pequeñas editoriales que, como un archipiélago o una constelación, prestan oportunidades para editar lo más privado o galerías de arte, apenas compuestas por las paredes de una portería, un taller mecánico o una casa de comidas. Paralelamente discurre el infinito universo de la red pero ¿cómo no sentir que en esa inmensidad, la obra se disuelve antes?

La circunstancia actual en el arte no difiere de la que se padece en los demás ámbitos. Los recortes cortan la cabeza a no pocas cabeceras de periódicos y arruinan a no poco emprendedores de buena fe porque, contra el eslogan de que el porvenir se halla en el emprendimiento, el presente se encarga del desprendimiento. De ahí que cierren más empresas que abran, se hundan más editoriales y galerías de las que emergen. El recorte corta como una segadora universal y deja al borde del suicidio no solo a los desahuciados de sus casas sino a los cuellos más tiernos de los nuevos creadores.

¿Qué hacer pues? El profesor universitario Miguel Catalán acaba de publicar un libro (La nada griega, Sequitur) donde recuerda las muchas veces que fue rechazado el manuscrito de Marcel Proust. En Le Figaro les pareció que dar aquellas 300 páginas por entregas no era recuperar el tiempo sino hacérselo perder a sus lectores y por añadidura otros buenos editores llegaron a la misma conclusión. ¿Conclusión? Proust no publicó en aquellos primeros 13 años del siglo XX, pero esa denegación hizo posible que los 300 folios fueran creciendo hasta los 4.000 y con ellos se conformara En busca del tiempo perdido, el mayor monumento literario del siglo XX.

Este siglo XXI, nacido como el teorema de Bernoulli que acelera el fluido tras el estrangulamiento del cristal del siglo XX, se adorna hoy, como en las faenas de José Tomás de una lentitud que nadie consideraría hasta hace poco juiciosa. De hecho, como ocurre con el toreo de José Tomás, su flema podría tenerse por altamente temeraria. Pero ¿temor realmente a qué si las editoriales y las galerías perecen antes de la alternativa?

El método, como le impusieron a Marcel Proust, es seguir pugnando. La obra que habría sido trivial en manos del orden supermediático, gana peso e incomparable sabor en el guiso doméstico. Un tiempo nos espera donde la calidad será un valor de primer orden. Frente al imperio de la celeridad el filo de la precisión, ante el camelo de lo llamado artístico la majestad del arte encalmado. Arte y creación contra la comida basura y los restos fecales en las tartas de chocolate. Proteínas puras en los productos de la alimentación o la creación. Porque bastaría los múltiples accidentes de ceguera que pueden haber provocado las adulteradas ofertas de estos años para esperar que la luz volverá, sea con las marcas blancas o bien sea con los lienzos y folios en blanco que aún quedan realmente por culminar.

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