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La basura y la parusía

Pronto, la totalidad de las novelas con éxito serán policíacas. Y las de medio éxito también. De la misma manera que el ensayista ha dejado, en general, de ensayar y elabora historias de no ficción semejantes a un reportaje periodístico o un reportaje del corazón, los narradores, buenos y malos, se han inclinado por redactar intrigas de policías, detectives, ladrones y asesinos que les aseguran mejor el pan.
Como consecuencia, en casi todos los casos, la calidad del texto importa poco y sí vale especialmente su facilidad de deglución. En los trenes, en el metro o en las playas los lectores engullen deprisa los volúmenes gordos y flacos trufados de crímenes e intrigas, que fueron best seller internacionales o que, incluso, aquí y en alguna otra parte recibieron condecoraciones literarias como si se tratara de los galardones de la posmodernidad.
No importa tener o no tradición en la novela negra. Ni tampoco para esta clase de novela negra poseer oficio cabal. El autor menosprecia al receptor escribiendo aquello que considera fácil de asimilar, papilla de papel, mientras el lector se abraza al escritor como si efectivamente viniera a procurarle una distracción tan distendida como un sudoku. En los géneros literarios, más o menos confusos desde hace años, el género policíaco se ha alzado como el absoluto emperador de todos los demás. Con buena o mala escritura el sabor del libro ofrece una supuración dulzona, entre el misterio y la inocuidad. Desde la novela histórica a la novela romántica, lo policiaco traspasa el corazón del argumento y lo da a vivir como en un único serial.
El texto, que ya en el teatro fue remitiendo en beneficio del espectáculo, en el libro rebaja su importancia en beneficio de la información. El teatro se acerca al circo y la novela a la distracción veloz. Ni uno ni otro, soslayando la exposición de pensamientos, alteran ni turban al consumidor. Dejan indemne al viajero para llevarlo distraído a su destino, dejan sin turbación a todos puesto que su fin es acabar en sí mismos y sólo recabar una porción de atención mientras se hallan en marcha. El telón cae y el libro se cierra sin pillar una pizca de mente o de cuerpo entre sus alas. Al sujeto lo tienen, ciertamente, sujeto mientras la función de ver o leer opera pero cuando la función acaba todo queda en el interior del artefacto mediático.
Ni en todas las páginas impresas ni en todas las representaciones escénicas sucede así pero la potencia del factor policíaco y circense es tan alta que el arte del futuro inmediato, desde la artes plásticas o las no plásticas, poseerán el carácter de tal máscara. Máscara sin discurso que se superpone hoy al ininteligible discurso de la crisis. Discurso vano o producción creadora que no gotea sobre el pensamiento crítico y, en consecuencia, no lo enferme vistos los recortes correspondientes en educación y sanidad.
En este panorama hay, sin embargo, un firme cantón irreductible y es el que regenta la poesía. Hay mala poesía y poesía de la experiencia y poesía de Günter Grass que son prosas de baja estofa. Pero la poesía genuina que guarda el aliento de Vallejo, Aleixandre, Juan Ramón, Molina, Valente, Gamoneda o Siles más los muy jóvenes, que promueve el Adonais y La Estación Azul de RNE son como los 3D del mejor futuro. La tecnología virtual, la Abramovic actual, el Cirque du Soleil, componen hoy junto a la poesía pura, los pilares que mejor se corresponden con las construcciones multidimensionales que la ciencia descubre sin cesar. No son ya productos de efectos planos sino fuertes intentos para ir preparando el tiempo de la parusía. Cinceles de luz diamantina que seguirá a esta época del infame Apocalipsis, basurero y laminador.

El País

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