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La honradez de Dickens

¡Por cuántas cosas merece ser celebrado Charles Dickens en el bicentenario de su nacimiento! Su obra enorme y vigorosa ridiculiza gloriosamente la manía de jerarquizar la cultura “seria” por encima de la “popular” o “comercial”. Nadie fue más devoradoramente popular que él y nadie influyó tanto en lo más respetable de la literatura anglosajona posterior: después de Shakespeare, solo él. En sus novelas el arte narrativo combina el afán de justicia con la compasión y el optimismo, los ingredientes necesarios de la perspectiva moral. Fue un moralista, pero no en el sentido francés del término, que se refiere más bien a una forma de cinismo cultivado y desmitificador. Aún más insólito: su moralismo literario logró efectivamente moralizar aspectos de la sociedad en que vivió, llena de rutinas despiadadas como las ejecuciones capitales ante el público, la cárcel por deudas…Todos los buenos escritores mejoran la literatura, pero muy pocos logran también que el mundo cotidiano sea después de ellos algo mejor. Dickens lo consiguió, por mucho que los burlones antes y ahora se encojan escépticamente de hombros ante su populismo sentimental.

Sin embargo, las glosas laudatorias que hoy se le dedican olvidan o menosprecian aquel de sus combates éticos más actual: su lucha contra la piratería que conculca los derechos de autor. Las circunstancias de entonces eran diferentes, pero en lo esencial sigue pudiendo servirnos de inspiración. Recodemos el asunto. A mediados del siglo XIX, en el apogeo de su éxito, Dickens viajó por primera vez a los Estados Unidos, dónde se le esperaba con entusiasmo. En la primera gran república democrática le consideraban adalid del progreso y la igualdad contra los privilegios aristocráticos de la vieja monarquía inglesa, corrupta y clasista. Pero Dickens era honrado y por tanto enseguida decepcionó: en lugar de centrar sus conferencias en la corrupción de los aristócratas en Inglaterra las dedicó a hablar de la corrupción de los demócratas en Estados Unidos. El blanco de sus críticas fueron las leyes sobre el copyright que permitían en América piratear (la expresión es suya) las obras de autores ingleses.

Como evidentemente él era con mucho el mayor damnificado, de inmediato le llovieron las críticas por "interesado" y "avaricioso". No se arredró. Deploró clamorosamente que en la tierra de la libertad no la hubiera en absoluto para hablar de un tema controvertido, sobre el que callaban sus colegas y amigos yanquis como Washington Irving o Prescott. Le hervía la sangre (también son palabras suyas) al comprobar el silencio o la animadversión que despertaba entre los asistentes a los banquetes que le tributaban en cuanto mencionaba el tema de esa flagrante injusticia. ¿Le tachaban de interesado? Pues a mucha honra. Los predicadores del desinterés son a menudo subvencionados o ricos por su casa. Pero Dickens había conocido la miseria en su infancia y su adolescencia: no defendía a los pobres porque despreciase la abundancia sino porque estaba familiarizado con la humillación de la pobreza. Frente al falso idealismo de los aprovechados defendía el sano materialismo de los trabajadores. Y no se avergonzaba de hablar de dinero. Como señala con simpatía Chesterton en su excelente retrato del escritor (Charles Dickens, Pre-Textos): “Reclamaba su dinero en un tono valeroso y vibrante, como un hombre que reclama su honor”.

Así se enfrentó a la opinión pública, que no siempre tiene razón pero cuenta con la ventaja de la mayoría. Y es que los creadores de cultura siempre son minoría frente a los que la consumen y disfrutan, sea en aquel siglo o en el nuestro. Hagan la prueba hoy: condenen la corrupción de los políticos o de los banqueros y la masa asentirá satisfecha; condenen la corrupción de los internautas sin escrúpulos y se ganarán un abucheo. Pero arriesgarse a caer antipático es lo que distingue al que habla de moral del mero apóstol de la moralina. También por esta muestra de impávida decencia debemos hoy celebrar a Dickens.

El País

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