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Los favores de la Fortuna

El soldado raso Bourne, voluntario del ejército británico destinado al Somme, no es como los demás: su poca presencia física y su manera respetuosa de hablar indican que se trata de un hombre educado y de buena posición. En el ejército, Bourne es una anomalía que sus superiores insisten en corregir ofreciéndole promoción. Pero Bourne, sin heroísmo, sin convicciones, de un modo que a todos resulta enigmático, se resiste a abandonar a sus compañeros y a librarse del sombrío destino reservado a quienes combaten en el lodazal del Somme bajo una lluvia de acero.

Publicada por primera vez en 1929 con seudónimo -debido al carácter escandaloso de su crudo realismo y de su fiel reproducción del lenguaje soez de los soldados-,
 Los favores de la Fortuna se nutre de las experiencias de Frederic Manning como soldado raso en la batalla del Somme -la más sangrienta de la historia del ejército británico- y de un talento literario único. Considerada hoy en día un clásico indiscutible de la literatura de la Gran Guerra, suscitó encendidos elogios de ilustres como T. E. Lawrence, T. S. Eliot, E. M. Forster, Ezra Pound y Ernest Hemingway, quien afirmaba leerla todos los años «para recordar cómo fueron realmente las cosas, de manera que nunca tenga que mentirme ni a mí ni a nadie sobre esto».


«El mejor y más honesto libro de soldados que he leído.» Ernest Hemingway

«El libro de los libros sobre el ejército británico. Ningún halago le haría justicia a este libro.» T. E. Lawrence (Lawrence de Arabia)

«La mejor novela británica sobre la guerra.» E. M. Forster
Grotesco
Estos son los círculos de los condenados
que cruzó Dante con funesta desesperanza,
pero hasta las calaveras hacen reír,
con su burla sardónica sin ojos.
Y nosotros,
sentados con la mirada vidriosa en el humo acre
que ensombrece nuestro acantonamiento húmedo, fétido,
cantamos con voz ronca y amarga,
como un coro de ranas
con terrible ironía, nuestras canciones patrióticas.
Frederic Manning
Capítulo 1
Por mi fe, a mí me da igual; un hombre no puede morir más que una vez. Debemos a Dios una muerte...
y, siga el camino que quiera, el que muera este año estará libre para el próximo.
Shakespeare, Enrique IV, acto III, escena 2
La oscuridad avanzaba con rapidez a medida que el cielo se cubría de nubes y amenazaba tormenta. Todavía se oía un bombardeo intermitente. Cuando llegó el relevo, emprendieron como pudieron el camino de vuelta a su línea original. Bourne, que estaba exhausto, se iba quedando poco a poco rezagado y, en su afán por no perder de vista a los demás, resbaló y cayó en el cráter de un obús. Cuando volvió a levantarse, el resto del grupo había desaparecido. Desorientado y solo, continuó avanzando con dificultad. Ni avivaba ni aflojaba el paso; se sentía enajenado, casi exaltado, y lo guiaba únicamente el deseo de ponerle fin a todo. Al final, en un sitio u otro, podría dormir. Poco le faltó para caer en una trinchera destrozada y, tras vacilar un momento, giró a la izquierda sin importarle demasiado adónde lo conducirían sus pasos. El mundo le parecía extraordinariamente desprovisto de hombres, aunque sabía que el suelo estaba plagado de ellos. Respiraba con dificultad, la sequedad le agrietaba la boca y la garganta y no le quedaba agua en la cantimplora. Al llegar a un refugio subterráneo, bajó a tientas, adivinando los peldaños bajo sus pies. Una lona, colgada a modo de puerta y recogida a un lado, le raspó la mejilla y, tras bajar varios escalones más, su cara quedó envuelta en los pliegues enmohecidos de una manta. El refugio estaba vacío. Lo primero que hizo fue desplomarse allí, indiferente a todo. Después, con manos temblorosas, buscó sus cigarrillos y, llevándose uno a los labios, encendió una cerilla. La luz dejó ver una vela consumida, atrapada en su propia cera en la tapadera oval de una lata de tabaco. La encendió. Apenas era más ancha que un chelín, pero aún le daría para un rato. Pensaba acabarse el cigarrillo y después saldría a buscar a su compañía.
Había una especie de banco o asiento excavado en el muro del refugio, donde vio, en un primer momento, una manta hecha jirones y, después, brillando débilmente entre sus pliegues, un pequeño disco de metal que reflejaba la luz. Era la chapa del tapón de una cantimplora. La cogió al girarse de costado. Su peso delataba que estaba llena. Le quitó el tapón, se la llevó a los labios, le dio un buen trago y advirtió que lo que estaba ingiriendo era whisky puro. El licor abrasador casi lo ahoga, hasta escupió un poco de la sorpresa. Tras reponerse, bebió otro trago, menor, aunque suficiente, y estaba pensando en rendirle un tributo más prolongado cuando escuchó a unos hombres bajar a tientas por la escalera. Tapó la cantimplora, la escondió rápido bajo la manta y se apartó a lo que parecía una distancia prudencial de la tentación.

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