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El coleccionista apasionado

Las vitrinas de los maniáticos coleccionistas del Renacimiento estaban llenas de cuernos de rinoceronte con incrustaciones de rubíes, mandíbulas de peces gigantes, aves embalsamadas de colores insólitos y espléndidas conchas marinas de todas las formas posibles. En la actualidad, los coleccionistas lo acumulan todo, desde Picassos hasta dispensadores de caramelos Pez. 

Philipp Blom investiga en El coleccionista apasionado la historia de esa pasión por coleccionar desde el Renacimiento hasta nuestros días. 

Todo objeto de colección, ya sea una caja de cerillas o la uña de un mártir, tiene un significado que trasciende al objeto mismo; es un tótem. Y el afán incesante por poseerlo -y clasificarlo- convierte al coleccionista en un antropólogo cultural. Para Alex Shear, su colección de piezas del período de posguerra -radios, refugios para protegerse de la lluvia nuclear, coloridas cajas de polvos de gelatina, secadores y horquillas para el pelo, muñecas Barbie- preserva, mediante los objetos cotidianos que constituyeron el decorado del Sueño Americano de la década de 1950, una edad de la inocencia. El homólogo renacentista de Alex es el rey Rudolph II, cuya colección de arte y curiosidades de su época -que albergaba en su castillo de Praga, sujeto a continuas ampliaciones- era impresionante por su complejidad y su refinamiento, y representaba la exhuberancia, la magnificencia de un mundo aún por explorar.

Philipp Blom destila de estos materiales tan diversos y rutilantes los temas que subyacen a esta pasión aparentemente tan inasible: conquista y posesión, caos y memoria, un vacío que colmar y la conciencia de la propia mortalidad. Y lo que aparece es el relato del coleccionista como un novio maniático y delirantemente feliz, casado con sus posesiones... hasta que la muerte los separe.

«Un libro intrigante y provocativo... La historia reciente sugiere que la pérdida de importancia de la exclusividad y la rareza en el coleccionismo sólo perturbará a esnobs anticuados y ricos advenedizos. Todos los demás continuarán alegremente en ese gran juego de "conquista y posesión", que, como muy bien dice Blom, son dos palabras con una gran carga erótica» (Jonathan Yardley, The Washington Post).

«Una crónica sobre la rareza de la mente humana, y la maravilla del mundo, espléndidamente escrita, fascinante, divertida, asombrosa» (A. C. Grayling, The Financial Times).

«Notable... y un auténtico registro mundial de delincuentes... El coleccionista apasionado traza los grandes cambios en las teorías del conocimiento, pero también disfruta -y nos deleita- con los dramas, las rarezas y los momentos de espléndida comedia» (Jenny Uglow, The Times Literary Supplement).

«Si es un novato en el tema, será como una vitrina de rarezas sorprendentes. Si ya está obsesionado sobre la literatura sobre el coleccionismo, tendrá inevitablemente que comprarlo» (Geoff Nicholson, The Independent).

«Brillante... Es a la historia del coleccionismo lo que Victorianos eminentes, de Lytton Strachey, a la época victoriana» (Bevis Hillier, Literary Review).

TRES VIEJOS
     Cuando, siendo aún niño, tenía problemas para conciliar el sueño por miedo a las brujas o los demonios que pudieran hallarse escondidos debajo de la cama, me reconfortaba imaginando a mi bisabuelo sentado en su sillón, con un libro, tal como yo lo había visto, y también como siempre me lo había descrito mi madre, que había crecido en la casa de mi bisabuelo en Leiden, Países Bajos. En mi imaginación sigue sentado allí, vestido impecablemente con un terno, según la moda de la década de 1940, un mechón de pelo blanco en la frente y poco más de un centímetro de cabello a los lados de la cabeza, un bigote semejante a un cepillito (moda a la que no renunció a pesar de un austriaco non grato que también la había adoptado). Más que con elegancia, vestía con corrección. Todos sus trajes eran viejos, pero aún podían llevarse y, como sus camisas, tenían los puños y el cuello gastados, testimonios de la parsimoniosa vida de su dueño y de sus ideales calvinistas. Lo rodeaban los lomos de miles de libros de las estanterías que iban del suelo hasta el techo.

     Es imposible saber hasta qué punto esa imagen es un recuerdo auténtico (mi bisabuelo murió a los noventa y cuatro años, cuando yo sólo tenía cuatro) y cuánto de ella se ha rehecho en mi cabeza a partir de las historias que me contaron y de las fotografías, pero mi admiración por su curiosidad y su erudición fue tan grande que nunca se desvaneció por completo. Era la suya una imagen de la que emanaban una bondad y una autoridad inmensas, y estoy seguro de que no hubo demonio capaz de atreverse a desafiarlo. Había sido, según me contaron una y otra vez, un gran bibliófilo y coleccionista de obras de arte, un hombre de una enorme erudición, hecho a sí mismo, y me sentía realmente orgulloso de él.

     Willem Eldert Blom, que había empezado de aprendiz de carpintero, murió rico, pero no en lo que a dinero se refiere, sino por haber vivido una vida rebosante de aventuras inverosímiles y de conocimientos, circunstancias éstas que lo llevaron a dominar diecisiete idiomas, a doctorarse en ruso cuando tenía ochenta y cinco años (después comenzó a estudiar chino) y a acumular una biblioteca de cerca de treinta mil volúmenes. Algunas reliquias de ese tesoro se encuentran hoy en nuestra casa: Biblias antiguas y pesadas con tapas de cuero rígido y grandes como lápidas; obras clásicas en griego y en latín; libros de medicina del siglo XVIII; una flauta travesera de madera que él mismo había tocado y cuyos rudimentos también me enseñó. Además, pinturas y grabados, incluida una lámina de Rembrandt que ahora cuelga cerca de mi escritorio. Ésa fue la primera colección, o recuerdo de una colección, que conservo en la memoria.

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