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Grandes cartas. ¿Y la tuya?

La literatura y la historia están plagadas de conmovedoras narraciones de amor, que a lo largo de tiempo han trasmitido una complejidad de los enamorados en detrimento de las posiciones malversadas de su entorno. Han sido numerosas las documentaciones encontradas, donde se percibe una ferviente declaración de amor, un emotivo escrito de suplica, donde pernota el perdón, o las letras arriesgadas para concertar una cita o contarse sus penas, para no dejar evadir la realización de retransmitirse las lágrimas y las flores que posan en sus vidas.


En este escrito podríamos hablar de Eloisa y Abelardo, de Lord Byron y Lady Byron, de John Keats y Fanny Brawne, de Simón Bolívar y Manuelita, de Honoré de Balzac y la señora de Hanka, de Gustave Flaubert y Louise Colet, de Freud y Martha Bernays, y de otras tantas emotivas comunicaciones, que de alguna manera han sido el esfuerzo entrelazado de dos corazones que juran amarse, al menos, hasta la eternidad, siempre y cuando no se haya cruzado un mal santiamén que haya pinchado la quiebra de esa acertada unión.


Nos resultaría difícil seleccionar de todas las cartas encontradas o de todas las historias narradas aquella que sea la más sublime o la mejor estructurada, pues cada una lleva en si, emociones que solo su redactores, en su fibra intima solo conocen, y quizá tal o cual no nos provoquen algún asombro, pero para quien la escribió sea la mas admirable del mundo.


Creo que una de la historia de amor, o carta de amor que se haya escrito que nunca hemos de olvidar fueron las escritas por Napoleón Bonaparte a la emperatriz Josefina. El encuentro de ambos se remonta al Vendimiario del año IV. En el momento de producirse un decreto el 14 de octubre de 1795, donde se ordena el desarme de las secciones parisienses y se prohíbe a los particulares, bajo pena de muerte, conservar armas en sus casas. Un hijo de Josefina, Eugenio, tenía en sus manos un sable, que era un recuerdo de su padre, y al producirse este decreto corrió en ayuda de Napoleón, el cual accedió a su pedido. En agradecimiento, Josefina invita a Napoleón a su casa y ambos quedan flechados. Josefina se divierte con esta pasión que es capaz de inspirarle a los treinta y dos años con los veintiséis de Napoleón.


Debido a que no se han conservado las cartas de Josefina a Napoleón, la perspectiva que se hace el historiador es forzosamente unívoca. Sólo se oye una voz: la de Napoleón, que descubre en sus brazos gozos desconocidos para él. Se ofrece a ser esclavo, tolera todos sus caprichos, excusa todas sus crueldades, se queja de que ella lo atormenta, de que goza haciéndole sufrir. Apena la ha conocido y ya despierta ávido de ella.

Cartas como:


“Tu retrato y la embriagadora noche de ayer no han dado descanso a mis sentidos- le escribe después de una noche de amor-. Dulce e incomparable Josefina, ¡qué efecto extraño ejerce usted en mi corazón! ¿Se enoja? ¿La veo triste? ¿Se halla inquieta? Mi alma se quiebra de dolor, en su corazón, una llama que me quema. ¡Ah! ¡Esta noche me dado cuenta que su retrato no es usted! Partes a mediodía, te veré en tres horas”


“Al dejarla me he llevado un sentimiento penoso- le escribe-. Me acosté muy enojado. Me parece que la estima debida a mi carácter debería alejar de su pensamiento lo último que la agitaba ayer por la noche. Si esto predominara en su espíritu, sería usted muy injusta. ….. ¡Ha pensado usted, entonces, que no la amaba por usted misma!... Aún estoy sorprendido, aunque menos que del sentimiento que, al despertar, ha vuelto a llevarme, sin rencor ni voluntad, a sus pies. ¿Cuál es tu extraño poder, incomparable Josefina? Uno de tus pensamientos envenena mi vida, desgarra mi alma con las más opuestas voluntades. Pero siento que, si peleamos, deberé rechazar mi corazón, mi conciencia”


“Desde que me he separado de ti vivo triste; mi felicidad es estar a tu lado. Reposo sin cesar en mi memoria tus besos, tus lágrimas; tus celos deliciosos y los encantos de la incomparable Josefina atizan incesantemente una llama viva y quemante en mi corazón y en mis sentidos.


¡Cuándo podré, libre de toda inquietud y de todo otro asunto, pasar todos mis instantes junto a ti, sin hacer otra cosa que amarte, y pensar solamente en la felicidad de decírtelo y probártelo…! Sé menos bella, menos graciosa, menos tierna y, sobre todo, menos buena; no seas celosa nunca, no llores nunca, tus lagrimas me hacen perder la razón y me quema la sangre…


Ven a reunirte conmigo, para que, al menos, antes de morir podamos decir: fuimos felices tantos días. Un millón de besos, hasta para “Fortune” a pesar de su maldad.

Napoleón


Como estas, hay muchas, ¿Cuál sería la tuya, si te dieran a escoger de todas la cartas de amor, que ha preñado la historia y la literatura?

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