Ir al contenido principal

Ortega en sus circunstancias

A veces alguien escudriña la vida de un hombre durante cinco años y acaba pensando que apenas rozó el cofre del tesoro. Después de leer las 10.000 páginas publicadas de las obras completas y las cartas que siguen inéditas, las misivas que envió y las que recibió; después de atiborrar 20 libretas de notas y de llevar a cuestas a José Ortega y Gasset (1883-1955) como uno más de la familia durante un lustro, Jordi Gracia (Barcelona, 1965) concluyó: “Falta todavía algo a este libro que yo no he sabido encontrar. No he dado con la ruta que lleve a la intimidad de este hombre, al lugar de lo frágil y lo incierto, al espacio intersticial donde la luz se apaga, la melancolía rumia o los sentimientos se licúan sin fuerzas ni para pronunciarse”. ¿Frustración? “Es una manera retórica de decir que la intimidad es la pasión de pensar. Aquello que hace vibrar a ese sujeto, aquello que condiciona su vida es la vivencia potente, lúdica, intensa, feroz, de pensar... y es la musculatura de un señor de 70 años la que piensa con la vibración de un muchacho de 20”, replica.
Gracia, catedrático de Literatura y ensayista, acaba de publicar una biografía de 600 páginas sobre el pensador en la que hurga más en lo personal que en lo público. O mejor dicho, ha escrutado lo privado para contextualizar con más propiedad lo público. “La biografía no puede contar el día a día, pero sí necesita saber cómo es el día a día. Lo necesitamos para comprender la dimensión humana del sujeto. Las ideas de Ortega están vinculadas a momentos concretos de su vida”, sostiene durante una entrevista en la Fundación Juan March, corresponsable junto a la editorial Taurus de la colección Españoles Eminentes en la que se encuadra su libro.
Para ahondar en lo privado ha resultado crucial el acceso a todo el epistolario del autor de España invertebrada que aún permanece inédito. La correspondencia hacia, desde y sobre Ortega es una colección de apellidos irrepetibles: Azaña, Ocampo, Juan Ramón Jiménez, Maeztu, Unamuno, D’Ors, Zambrano o Bergamín. Un intercambio prolífico con los nombres más lustrosos del siglo XX. Y, sin embargo, Gracia intuye que Ortega era un hombre sin amigos. “Toda la correspondencia con todos es de usted. Fuera de la familia, la única persona con la que se tutea es Victoria Ocampo y yo creo que por iniciativa de ella. Resulta significativa esa incapacidad para gestionar las relaciones personales, para bajar del pedestal. La soledad radical de la que habla puede tener mucho de soledad personal y no sólo metafísica”.
La escritora y editora argentina Victoria Ocampo fue uno de sus tres amores. Una mujer capaz de rebatirle y hacerle sufrir. Aunque Ortega estuvo rodeado de poderosas mentes femeninas como las de sus discípulas Rosa Chacel o María Zambrano, su teoría sobre las mujeres no abandonó la caverna. “Es víctima del prurito teórico del filósofo. Hay teorías que han justificado la inferioridad de la mujer y Ortega se siente más cerca de esas teorías que de digerir la evidencia de que muchas mujeres incumplen ese patrón, para empezar por Victoria Ocampo, que denunciará esa miopía”, señala el biógrafo.
Examinar a ras al autor de La rebelión de las masas, fuera del pedestal, le ha permitido a Gracia abordar sus debilidades: su soberbia intelectual, su ocasional sobrecarga retórica que Gracia llama “cirrosis del estilo”. Mientras que afrontarlo de principio a fin, huyendo del lema, le ha permitido restituirlo en su integridad. “Existe cierta propensión a fosilizar a Ortega en frases y latiguillos que le sintetizan y le falsean y cuando vuelves a leerlo de verdad entero redescubres la potencia del creador”.
Ni una sola de las frases orteguianas que de tan repetidas parecen eslóganes se cuela en la conversación de Jordi Gracia: “He redescubierto un Ortega vibrante, denso, potente, convincente, agresivo”. Un individuo superdotado, excepcional y un tanto “extravagante” como su afán de conciliar liberalismo y socialdemocracia. O en su radical ateísmo, entonces un verso suelto entre la élite que, pasada la guerra, le costaría la enemistad perpetua de la Iglesia y sus ideólogos. “Era sorprendente en términos históricos que alguien de primer nivel no oculte la ausencia de fe, y además deplore la condición de inferioridad de la moral católica. Él se autodefinía como aquel que aspiraba a una cultural laica y civil. El nacionalcatolicismo no odió a nadie como a Ortega. La Iglesia sabe que es la peor dinamita que ha engendrado la edad de plata, el peor ácido corrosivo de su legitimidad”.
Hay varias leyendas que Gracia tumba. “No fue nunca franquista, pese a colaborar olímpicamente en el ‘servicio nacional’ de propaganda en 1938”, escribe. Cuando interviene en público tras su exilio en la reapertura del Ateneo de Madrid en 1946, “cree de veras que puede ayudar a rectificar el sistema”, expone en la entrevista. La decepción de Ortega le lleva a desaparecer de la vida pública española y a intensificar sus actividades internacionales. De esa época es su encuentro con Heidegger, el filósofo que le había cambiado la vida.
¿Es el gran filósofo español? “¿Hemos tenido otro?”, responde Gracia, “es uno de los grandes escritores del siglo XX y el gran civilizador de las élites intelectuales españolas, el que enseña a pensar sin supersticiones. Reivindico su vigencia para adiestrar el pensamiento racional aunque conduzca a recortar grandes sueños o rebajar ilusiones”.
Fue un púgil pesado contra la falsedad, un viejo con pulsión intelectual juvenil y un joven con lecturas de viejo. “Ortega desde luego”, escribe su biógrafo nada más empezar, “no es normal”.
El Pais

Comentarios

Entradas populares de este blog

Carta de Manuela Sáenz a James Thorne, su primer marido

No, no y no, por el amor de Dios, basta. ¿Por qué te empeñas en que cambie de resolución. ¡Mil veces, no! Señor mío, eres excelente, eres inimitable. Pero, mi amigo, no eres grano de anís que te haya dejado por el general Bolívar; dejar a un marido sin tus méritos no seria nada. ¿Crees por un momento que, después de ser amada por este general durante años, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo o de los tres juntos? Sé muy bien que no puedo unirme a él por las leyes del honor, como tú las llamas, pero ¿crees que me siento menos honrada porque sea mi amante y no mi marido? No vivo para los prejuicios de la sociedad, que sólo fueron inventados para que nos atormentemos el uno al otro. Déjame en paz, mi querido inglés. Déjame en paz. Hagamos en cambio otra cosa. Nos casaremos cuando estemos en el cielo, pero en esta tierra ¡no! ¿Crees que la solución es mala? En nuestro hogar celestial, nuestr

La extraña muerte de Fray Pedro

En 1913, el nicarag ü ense Ruben Dario presenta este cuento, el cual relata la historia de un fraile que muere en nombre de la ciencia. Un ser pertubado por el maligno espiritu que infunde la ciencia, el cual fragmentaba sus horas coventuales entre ciencia y oracion, las disciplinas y el laboratorio que le era permitido. Con este texto, Ruben Dario, deja en claro que la fe es un acto de fidelidad, que se sobreentiende en el corazón sin pasar por la cabeza. “No pudo desde ese instante estar tranquilo, pues algo que era una ansia de su querer de creyente, aunque no viese lo sacrilegio que en ello se contenia, punzaba sus anhelos” Toda la historia tiene lugar en el cementerio de un convento, cuya visita va dirigida por un religioso. la guia advierte a sus seguidores sobre la lapida de Fray Pedro, personaje central del cuento. Un personaje “flaco, anguloso, palido” e incluso de espiritu perturbado cuya desgracia se veia venir con su sed de conocimiento. El fraile persuade a

Grandes esperanzas (Fragmentos)

«En el primer momento no me fijé en todo esto, pero vi más de lo que podía suponer, y observé que todo aquello, que en otro tiempo debió de ser blanco, se veía amarillento. Observé que la novia que llevaba aquel traje se había marchitado como las flores y la misma ropa, y no le quedaba más brillo que el de sus ojos hundidos. Imaginé que en otro tiempo aquel vestido debió de ceñir el talle esbelto de una mujer joven, y que la figura sobre la que colgaba ahora había quedado reducida a piel y huesos. [...] ―¿Quién es? ―preguntó la dama que estaba sentada junto a la mesa. ―Pip, señora. ―¿Pip? ―El muchacho que ha traído hasta aquí Mr. Pumblechook, señora. He venido a jugar... ―Acércate más, muchacho. Deja que te vea bien. Al encontrarme delante de ella, rehuyendo su mirada, observé con detalle los objetos que nos rodeaban, y reparé en que tanto el reloj que había encima de la mesa como el de la pared estaban parados a las nueves menos veinte. ―Mírame ―me dijo miss