Pete Townshend, leyenda viva del rock y uno de
los grandes incendiarios que, desde llamaradas como los Beatles, los
Stones, Cream o Pink Floyd, encendieron una tormenta destinada a
pulverizar los tedios establecidos y dar forma a una nueva manera de no
ser viejo.
Pete y sus colegas fueron
audaces pioneros en la trituración pública de instrumentos musicales y
otros enseres igualmente valiosos, el abuso recreativo de sustancias no
recomendadas por las autoridades sanitarias y el comercio carnal e
indiscreto con admiradoras más o menos ingenuas. Pero Townshend es
también el creador introvertido, el chico extraviado y el hombre roto
que intenta comprender sus flaquezas para sobrevivir a sí mismo. De
todo ello ofrece testimonio Who I Am, una de las memorias más auténticas
y ambiciosas que se haya escrito nunca en el Olimpo de la música
popular.
« Un libro mucho más honesto de lo que esperaban sus admiradores. » Rolling Stone
« El alma de los Who es un autor asombrosamente sincero, minucioso y sensible. » The Sun
« Pete Townshend escribe sobre cualquier tema con pasión y elocuencia. » The Times
Yo estuve
Es fabuloso, mágico, surrealista, verlos bailar a todos ante la
reverberación de mis solos de guitarra: entre el público, mis amigotes
de la escuela de arte se ven algo envarados rodeados de desgarbados mods
del norte y del oeste de Londres, esa hueste de adolescentes que ha
llegado a horcajadas de sus fabulosas vespas, colgados de anfetas, con
buenos zapatos y el pelo corto. No puedo decir lo que pasa por las
cabezas de mis compañeros de grupo, Roger Daltrey, Keith Moon o John
Entwistle. Incluso en medio de la banda, me suelo sentir algo solo, pero
esta noche de junio de 1964, en el primer concierto de los Who en el
Railway Hotel de Harrow, Londres Oeste, me siento invencible.
Tocamos R&B: «Smokestack Lightning», «I'm a Man», «Road Runner», y
otros clásicos con garra. Ante el micrófono, sigo rasgando sin parar la
aullante guitarra Rickenbacker, luego le doy al interruptor que instalé
para que chisporrotee y acribille la primera fila con ráfagas de sonido.
La arrojo al aire con violencia y siento un estremecimiento repentino
mientras el sonido se degrada de un rugido a un estertor: miro hacia
arriba y veo el cuerpo fracturado de la guitarra, mientras la extraigo
del agujero practicado en el techo bajo.
En
ese momento tomo una decisión repentina, y en un frenesí demente vuelvo a
arrojar una y otra vez la guitarra contra el techo. Lo que antes era
una simple fractura, ahora es un astillado estropicio.Sostengo la
guitarra ante el gentío con gesto triunfal. No la he machacado: la he
esculpido para ellos. Despreocupado, arrojo la guitarra hecha añicos al
suelo, agarro una Rickenbacker nueva de doce cuerdas y prosigo el
espectáculo.
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