Una obra maestra de la literatura antibélica
alemana. Un libro olvidado, quemado y emparedado, que sobrevivió
milagrosamente y es recuperado por primera vez 85 años después de su
publicación.
En 1928, la prestigiosa
editorial Kurt Wolff publicó una excelente novela antibelicista.
Paródica, antinacionalista, antiheroica, filantrópica, pacifista,
pro-francesa, cargada de un humor negro, la obra tenía un irresistible
sabor picaresco. Su autor firmaba bajo el seudónimo de «Schlump», pero
nunca llegó a revelar el verdadero nombre que se ocultaba tras ese
seudónimo. Pocos años después, los nazis quemaron el libro, pero Grimm
se las arregló para esconder un ejemplar en el interior de una pared.
Ocho décadas después, la novela, considerada uno de los mejores libros
jamás escritos sobre la primera guerra mundial, se vuelve a publicar sin
haber perdido un ápice de su vigencia. Una novela que nada tiene que
envidiar, por su espíritu trangresor y su potencia narrativa, a Sin novedad en el frente, de Remarque o a El caso del sargento Grischa, de Arnold Zweig.
Libro Primero
Schlump
acababa de cumplir dieciséis años cuando en 1914 estalló la guerra. Por
la noche habría baile en el Reichsadler, sería el último; al día
siguiente debían presentarse los soldados. Tras la puesta de sol, él y
su amigo subieron sigilosamente a la galería. No se atrevían a pisar la
sala de baile. Los mayores, Dreher y Schlosser, de veinte años, no les
cedían ni un ápice de su riqueza. Querían a todas las chicas para ellos
solos, no estaban para bromas y podían ser muy zafios. Desde arriba, los
dos se asomaron por la barandilla y miraron con avidez la sala que
tenían debajo.
Alrededor de la medianoche
tocaron una fanfarria y el trompetista anunció un descanso de quince
minutos para que las muchachas pudieran refrescarse. Schlump se
escabulló con su amigo, al amparo de una agradable noche de verano, bajo
los viejos y enormes arces. Pasó el cuarto de hora y regresaron.
Entonces se encontraron con una larga cadena de chicas que iban
riéndose; bloqueaban toda la calle. Tenían la misma edad que él y habían
ido juntos al colegio, pero ellas, naturalmente, ya tenían edad para
bailar. Eran incluso las más solicitadas por los muchachos. Una de las
chicas gritó a Schlump desde la fila:
-¡Eh, tú, moreno, acércate!
Schlump
vio cómo la luz de la farola jugueteaba entre unos rizos rubios que
ahora parecían casi blancos. No se fiaba de la chica. Sin embargo,
aquella muchacha delgada se soltó del grupo, las demás empezaron a
animar a Schlump y su amigo le dijo:
-¡Vamos, ve, con esa tienes posibilidades!
Entonces
él se acercó. Dos manos lo agarraron y lo arrastraron bajo el espeso
follaje hasta un pasadizo estrecho, en cuyo extremo alumbraba una farola
mortecina. Eso lo envalentonó, así que cogió a la chica por la cintura y
la abrazó. Junto a la farola, tomó su barbilla y la miró a los ojos:
-Eres muy bonita -dijo-, ¿cómo te llamas?
-Johanna -respondió ella en voz baja-, te conozco desde hace tiempo.
Él
la arrastró hacia la sombra y la besó larga e intensamente en los
labios. Después ella le susurró al oído que la sacara a bailar, que
luego podría acompañarla a casa, ya se encargaría ella de dar esquinazo a
los otros muchachos.
Schlump volvió a subir
sigilosamente a la galería para enseñarle la chica a su amigo, pero no
la encontró. Después se fueron a casa. Se sentía dichoso y alegre.
Estaba increíblemente feliz y convencido de que en el mundo no podía
haber nada más hermoso que las chicas.
Al cabo de unos días se había olvidado de Johanna.
La juventud es derrochadora, vive en el paraíso y no se da cuenta de cuando se cruza con la verdadera felicidad.
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