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Felices los felices

El filósofo analiza las conclusiones del Módulo de Bienestar de la encuesta de Condiciones de Vida


No voy a ofender a mis resignados lectores repitiendo el sobado chiste de que en este mundo hay mentiras, jodidas mentiras y estadísticas. Baste con señalar que los ocasionales dictámenes que ofrece el Instituto Nacional de Estadística casi nunca se convierten en el faro que me guía a través de las tinieblas exteriores, sin que por supuesto ello implique la menor reticencia sobre los profesionales que allí trabajan. Pero de vez en cuando el resultado de alguno de esos científicos sondeos me “hace soñar”, como dicen los franceses cuando algo dispara su imaginación o les pone la inquietante mosca detrás de la oreja.
Por ejemplo, las conclusiones recientes del Módulo de Bienestar de la encuesta de Condiciones de Vida (ahí queda eso), cuyos detalles de elaboración ignoro aunque supongo diligentes pero cuya tónica final me tranquiliza: los españoles dan una nota media a sus condiciones vitales de 6,9 puntos sobre diez, es decir aprobado alto. Casi notable. La típica calificación que, en mis tiempos de docencia, movía al alumno a solicitar del profesor bonachón una décima más para mejorar el expediente, asegurar la beca o contentar a progenitores quisquillosos. Supongo que estos redondeos no caben a escala colectiva, pero en cualquier caso hay motivos suficientes para una satisfacción —o alivio— razonable, considerando los oficialmente atribulados tiempos que vivimos.
El desglose pormenorizado del estudio aporta algunas sorpresas, al menos para mí. Por ejemplo, que los globalmente más contentos fueran los ciudadanos de las Baleares y los de Melilla. En las islas mediterráneas se valora especialmente las relaciones personales y las condiciones de vivienda, aunque el sistema político —¡menos mal!— merece mínimo aprecio. También allí, como en las ciudades autónomas (Melilla y Ceuta, supongo que por comparación con lo que tienen más cerca) están especialmente satisfechos con las condiciones de trabajo, que decepcionan en cambio en Galicia o Castilla y León, aunque sin bajar nunca por debajo de un seis con varias décimas. Los navarros, muy animosos gracias a sus fueros, tienen la mejor opinión de la situación económica, seguidos por los asturianos y vascos, mientras que los murcianos son los que se muestran más reticentes al respecto. En cuanto a la seguridad de nuestras calles, la cosa no puede ir mejor, porque casi el noventa por ciento de los baleares se sienten seguros o muy seguros paseando de noche pero el resto de los españoles comparte esa tranquilidad al 78,3 por ciento. No está mal.
Aunque nos la tomemos tongue in cheek, de esta pesquisa podríamos deducir que los españoles son críticos con ciertos aspectos de su vida social pero no están precisamente desesperados. Al contrario, a pesar de ciertos tremendismos mediáticos y los demagogos que dependen políticamente de ellos, se tienen en conjunto más bien por afortunados y probablemente no se cambiarían fácilmente por otros. Mejorar es sin duda posible, necesario y en algunos aspectos urgente: pero sin olvidar que empeorar es aún más fácil y al menor descuido colectivo puede que más probable. Entonces…¿somos felices? Desde luego que no, aunque admitamos que cierta insatisfacción racional no elimina la felicidad sino sólo el aletargamiento que la remeda. Lanzar improperios contra nuestra suerte a veces refuerza la íntima sensación confortable, porque —como dijo el personaje de Shakespeare— “aún no es esto lo peor de todo si todavía puedes decir que esto es lo peor de todo”.
El Pais

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