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Mis chistes, mi filosofía

Slavoj Žižek, a quien se ha calificado del «filósofo más peligroso de Occidente», resulta ser también el más divertido. Pero aquí, naturalmente, la palabra divertido no es sólo cuestión de risa (que también), sino que implica una actitud irónica, subversiva, reflexiva y comprometida. El presente libro reúne 107 chistes, desperdigados por toda la obra de Žižek, en un volumen que parece dar la razón a la frase de Wittgenstein: «Una obra filosófica seria debería estar compuesta enteramente de chistes.» No hay mejor vehículo que el chiste para ayudarnos a comprender las trampas del lenguaje, para hacernos pensar con una sonrisa o una carcajada, para colocarnos delante el espejo de nuestro propio yo y de la sociedad, pues el chiste es siempre una proyección del subconsciente colectivo, de sus miedos, de sus odios, de todo aquello que el estado reprime y acaba aflorando en un estallido de libertad e insolencia.
Pero en los chistes de Žižek encontramos también un compendio bufo de la historia occidental de los últimos cincuenta años: desde el socialismo real (aquí ya convertido en irreal) hasta el capitalismo siempre irreal, donde Lenin, Brézhnev, Bush, Juan Pablo II, Jesús, Clinton aparecen como personajes del envés de la historia, y en su parodia ofrecen su faz más auténtica. Las ideas preconcebidas, el feminismo, la prostitución, el adulterio, la religión («desde la perspectiva teológica, Dios es el bromista supremo», dice Žižek) se someten a una meticulosa y jocosa demolición. Su marxismo bebe tanto de Groucho como de Karl, y ambos se hermanan de tal modo que parece que ya no puedan existir el uno sin el otro, pasando a acompañar a Lacan, Freud, Hegel o Heidegger, cuatro de los filósofos de cabecera de Žižek en su deconstrucción de lo que llamamos «verdad», mostrando su aspecto más estrambótico y sin olvidar que, como decía Guy Debord, «lo verdadero es un momento de lo falso».
En este libro encontramos una vez más ese afinado cóctel marca de la casa entre erudición y cultura popular, humor y reflexión, ligereza y profundidad: ahora el dialéctico se viste de comediante y nos deja con una sonrisa (a veces helada) en la boca.
«Si Žižek fuese novelista estaría entre Kafka y Bukowski. Si fuera poeta, se acercaría más a Rimbaud. Pero, como filósofo, es realmente único» (Mary Barbara Tolusso, Il Piccolo).
«Una excelente manera de adentrarse en el universo Žižek, tan hilarante como profundo» (Jeremy Draï, Le Monde).
«Si es verdad que la filosofía nació con una carcajada, entonces Žižek es un digno filósofo» (Marco Filoni, La Repubblica). 
«Žižek es el Elvis de la teoría cultural» (Scott McLemee, Inside Higher Ed).
A MODO DE INTRODUCCIÓN: EL PAPEL
DE LOS CHISTES EN LA TRANSFORMACIÓN
DEL HOMBRE EN MONO
     Uno de los mitos más extendidos de la última época de los regímenes comunistas de Europa del Este era que existía un departamento de la policía secreta cuya función era (no reunir, sino) inventar y poner en circulación chistes políticos contra el régimen y sus representantes, pues eran conscientes de la positiva función estabilizadora de los chistes (los chistes políticos le proporcionan a la gente corriente una manera fácil y tolerable de desahogarse, de mitigar sus frustraciones). Aunque se trata de un mito atractivo, pasa por alto un rasgo rara vez mencionado pero sin embargo crucial de los chistes: parece que siempre carecen de autor, como si la pregunta: «¿Quién es el autor de este chiste?» fuera imposible. En su origen, los chistes «se cuentan», siempre ocurre que ya se han «oído» (recordemos la proverbial expresión «¿Sabes el chiste de...?»). Ahí reside su misterio: son idiosincrásicos, representan una singular creatividad del lenguaje, y sin embargo son «colectivos», anónimos, sin autor, de repente aparecen de la nada. La idea de que tiene que existir un autor es convenientemente paranoica: significa que tiene que haber un «Otro del Otro», del anónimo orden simbólico, como si el mismísimo poder generativo del lenguaje, contingente e insondable, tuviera que personalizarse, localizado en un agente que lo controla y en secreto maneja los hilos. Por eso, desde la perspectiva teológica, Dios es el bromista supremo. Ésa es la tesis del delicioso relato de Isaac Asimov, «El bromista», acerca de un grupo de historiadores del lenguaje que, a fin de sustentar la hipótesis de que Dios creó al hombre a partir de los monos contándoles a éstos un chiste (les contó a los monos, que hasta ese momento simplemente habían intercambiado signos animales, el primer chiste que hizo nacer el espíritu), intentan reconstruir ese chiste, la «madre de todos los chistes». (Por cierto, para un miembro de la tradición judeo-cristiana, esta labor es superflua, puesto que todos sabemos cuál era ese chiste: «¡No comas del árbol del conocimiento!» La primera prohibición que claramente es un chiste, una desconcertante tentación cuyo sentido no está claro.) 

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