La lectura en sus múltiples definiciones recrea una complicidad entre lo imaginario y la pluralidad primigenia de asociación individual del libro con aquel que la redescubre. Leer bien, si dejamos escurrir esta afirmación, es uno de los mayores placeres que nos deja saborear la soledad. La lectura te expulsa a la otredad, buscándote a ti mismo en cada deslizamiento de una página, en la imagen misma de un amigo, en la experiencia de una sociedad que te rodea. Cada lectura nos habitúa al cambio que se aproxima en nuestros ojos, si es que nos disponemos a ser esponja de cada instantes imaginario, para en suma, ser cómplice con el autor.
“Leemos no solo porque nos es imposible conocer bastante gente, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la compresión imperfecta y todas las aflicciones de la vida familiar y personal” Harold Bloom. En cada instantes flujo y reflujo la expectativa de una entrega practica de la lectura solitaria, no como una empresa de orientación educativa, sino no como un recurso circunstancial, visible y necesario al mecanismo del esquema confidencial del ser humano. “No leáis para contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y reflexionar” Sir Francis Bacon.
En definitiva, nos apropiamos de ese recurso para captar la instantaneidad del infinito o el instante fragmentado de los signos y símbolos que deja plasmado el escritor donde cada escritura es una experiencia distinta de lectura. Sin duda los placeres que adorna la lectura se declara más egoísta que sociales. Si procuramos fomentar un cambio en alguien con la lectura, creyendo que lo vamos a mejorar, imponemos una postura disolvente, tiránica, sin sentido, nos aventuramos a una manifiesta ilusión, desligada del realismo sintomático. “No trate de mejorar a tu vecino ni tu vecindario por las lecturas que eliges o cómo las lees”.
En hora buena lectores.
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