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Henry James, el despiadado

En su novela ‘Los periódicos’, escrita en 1903 y recién reeditada en castellano, el escritor denunció la ambición descarada de los tiempos, el triunfo de la nada invisible, la organizada sociedad, siempre ávida de chismes.

Estos días, como acabamos de celebrar la Navidad —unos menos que otros—, procuraré adoptar un tono festivo y sólo a veces un poquitín tremendo. El caso es que, a primera vista, la elección del autor y la obra, encajaban en mi sección limpiamente; me pareció una oferta obvia. ¡Qué gran error! ¡Qué tremenda responsabilidad! Bastaba con haber accedido, por consejo de Álex Vicente, mi leal editor, a un clásico entre dos siglos y a un escrupuloso estilista. ¡Nada menos que Henry James, ese dragón con chistera!

Sí, lo había frecuentado antes aún de que lo confundieran con algún director de cine o millonario taciturno. Le he seguido con asombro y durante muchas horas, porque engancha más que muchas drogas sintéticas y, desde luego, gracias a excelentes traducciones al castellano que nunca he olvidado. La que he disfrutado más, esta vez, es del excelente y nunca cobarde Guillermo Lorenzo. La reedición es de Alba Clásica. Siempre encuentro en alguna estantería de mi casa el libro del mes; ése es el sentido de esta columna. Suelo ocuparme de autores añejos como el buen vino y que tengo al alcance de la mano. Esta vez, como soy una bocazas, me precipité a responder, entusiasmada, que sí, que lo tenía. Busqué tranquilamente y no lo encontré. Y así, me dirigí a una librería cercana a casa, que ostenta el inapelable nombre de Lee. Y allí estaba el flamante librito, Los periódicos, llamándome desde su cubierta en tonos vagamente acaramelados. Nada menos que una reproducción de una obra de Degas, titulada Una oficina de algodón en Nueva Orleans y datada en 1877. Es un cuadro apaciguador y al mismo tiempo inquietante. Hombres no estrictamente limpios, ni entregados al trabajo, zascandilean entre montañas de un tejido, (algodón, deducimos), que no podría nunca convertirse en papel, mientras una figura central se interesa por un periódico de aspecto lacio, emborronado con tinta.

En cualquier caso, la atmósfera es demasiado íntima, reconcentrada, ajena al espectador. Lo compré inmediatamente —y hace mucho que no compro libros— y puesto que siempre tengo suerte, al leer el prólogo, también de Gonzalo Lorenzo, fui obsequiada con una cita en inglés, bien escogida y muy divertida, de la que siempre ha sido mi obra favorita de James, Lo que Maisie sabía. Eso me animó con la lectura de un libro al que no había prestado la necesaria atención. Primero me di cuenta, astuto Henry, de que el libro se titulaba Los periódicos y no Los periodistas. En realidad, la trama, minuciosa, loca y a veces asfixiante, no atañe a sus personajes, sólo a la “empresa”. James se ocupa, como siempre, de sus personajes con ritmo pausado y moral de ajedrecista, hasta con escandalosa paciencia. Cada detalle de su fisonomía o de su atuendo, de su jerga provinciana o de su triste gusto para elegir un local elegante, es expuesto sin la menor consideración.

James se ocupa de sus personajes con moral de ajedrecista, hasta con escandalosa paciencia. Cada detalle de su fisonomía o de su atuendo, de su jerga provinciana o de su triste gusto para elegir un local elegante, es expuesto sin la menor consideración

¿A qué está jugando? Parecería que su pluma les lame el cuello, y luego despliega una ancha sonrisa. No es a la pareja de Maud y Howard a los que protege y destroza a ritmo incansable, sino a algo más general y vago, dañino e inapelable, que podríamos, por extensión, llamar “actualidad”. Y eso es lo que verdaderamente busca. Como si el telón de fondo fuera esa pareja lastimosa y la trama verdadera una “situación” que va cambiando y dejando cadáveres a su paso. La chica ambiciosa y ya desgastada por un triunfo que no le llega, apéndice del muchacho felino y ansioso que la escolta, no es la protagonista de este cuento moderno, como tampoco lo es él. Es la ambición descarada de los tiempos, el triunfo de la nada invisible; la organizada sociedad, ávida de chismes. Ellos solos son los siniestros protagonistas del relato. Y nunca logran escapan a la pluma afiladísima de un escritor que se ganó la vida y el honor escribiendo, aquilatando sonidos, encajando palabras.

Sí, ese fue Henry James. Me encanta tamborilear su nombre en el teclado. Me sacude la pereza invernal y me asalta su media sonrisa en plena digestión de unos malhadados turrones. Y, por favor, no busquéis culpables humanos en este corto relato. Aquí sólo se la juegan las palabras. ¿O no? Justamente eso era el primer signo de marca de este americano de sangre irlandesa, que acabó viviendo en Londres y tuvo la gallardía de abdicar de su nacionalidad estadounidense. Acabaré con una broma. Ayer mismo, mientras me debatía con Los periódicos, Lola Alcántara, profesora de Didáctica en la Universidad de Málaga hasta hace unos años, y mi primera amiga de infancia en el colegio laico Estilo, de niños y niñas, me contaba cosas acerca de su nieto Pablo. Pasó a instruirme sobre María Montessori, la primera neuróloga en Italia a principios del siglo XX, cuyos conocidos estudios sobre la infancia revolucionaron la educación infantil. Ella es también la primera que nos habla de la “explosión lectora”, entendida como el momento en el cual el niño se hace consciente del mecanismo de la lectura. Suele darse hacia los cinco años. Las carcajadas de Lola se mezclaron con las mías cuando, casi al unísono, coincidimos en que a James la explosión lectora debió de pillarle en la cuna.

Los periódicos. Henry James. Traducción de Guillermo Lorenzo. Alba Clásica, 2021. 114 páginas. 11 euros.

Fe de errores

Una versión anterior del texto afirmaba que James renunció a la nacionalidad estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, cuando sucedió en 1915, durante la Primera.

Fuente:elpais.com

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