Es un día cualquiera de un verano de finales de
los años ochenta, y Bruno, con quince años recién cumplidos, sube a
desgana los peldaños de una escalera; arriba, en el segundo piso, le
espera la señora Pauli, una viejecita que aun lleva los labios pintados
de carmín...
Bien mirado, hoy no es un
día cualquiera porque la señora Pauli ha tenido una gran idea: lanzar
aviones de papel cargados de buenas noticias desde su balcón. Abajo, en
la calle, están Óscar y Jan, dos hermanos como dibujados en blanco y
negro, y a su alrededor unas calles que pertenecen al pasado pero están
más vivas que nunca.
Con esta novela
breve, Juan Marsé rinde un espléndido homenaje a la memoria y a la
felicidad, unas palabras viejas que en manos del gran maestro de repente
parecen nuevas, como acabadas de estrenar.
Capítulo 1
-
Y nunca olvides que el amor verdadero que puedas merecer de una mujer
no será el que estás buscando, sino el que no sabías que estabas
buscando.
Fue el último consejo que Bruno recibió
de su padre tres días antes de cumplir los quince años, cuando esperaba
no volver a verle nunca más en la vida. Después de pensarlo unos
segundos, el chico respondió con voz casi inaudible:
-Ya.
Bruno
era un adolescente silencioso y esquivo, agazapado detrás de una
timidez estratégica elaborada precozmente. Sus padres, Amador y Ruth, se
separaron cuando él tenía nueve años. Se habían conocido en una comuna
hippy de Ibiza a mediados de los años setenta, ya talluditos ambos, él
con treinta y cinco años y Ruth con treinta y dos, y fue un amor a
primera vista, entrañado en la vorágine de los cambios y las
incertidumbres que vivía el país por aquellas fechas. Amador Cano
Raciocinio había nacido en Mugía, un pueblo de La Coruña, y se crió en
Barcelona, adonde emigraron sus padres en los primeros años cuarenta.
Exseminarista y exvendedor ambulante de colchones y de una marca de
chocolatinas, en la comuna presumía de unos cursos seminales en la
Universidad de Berkeley, daba clases de yoga y de solfeo y tocaba el
clarinete. Era un tipo rubicundo, besucón y ocurrente, el colega que cae
bien a casi todo el mundo antes de hacer involuntariamente desgraciado a
casi todo el mundo. Experto en liturgias pacifistas y mermeladas
caseras, las mujeres veían ráfagas de viento y libertad en sus ojos
azules, y él propiciaba ese espejismo. Ruth Vélez era una belleza morena
sin pulir, de apariencia discreta y sumisa, piel pecosa y mirada
lánguida, una mirada que irradiaba fervor sexual sin ella saberlo.
Recién separada del dueño de un merendero de Santoña, llegó a Ibiza de
la mano de un fotógrafo que la abandonó a los dos meses. Cocinaba
deliciosas croquetas que vendía baratas y confeccionaba rosas de lana y
vistosos adornos florales con toda clase de telas. Bruno fue un bebé
deseado por Ruth, pero no por Amador, y nació en un lecho de flores
donde se mezclaban y confundían las rosas de verdad y las rosas de
mentira, mecido por canciones de Pink Floyd, ritos contraculturales y
aromas de marihuana y de membrillo artesanal.
En
el otoño de 1983, orientándose en medio de una evanescente atmósfera
cargada de sexo, utopías y humo, Ruth se planteó el futuro de su hijo y
el suyo propio. Harta de las descaradas infidelidades de Amador y de sus
trapicheos laborales, motivo de continuos sobresaltos y disputas,
propuso una separación temporal para reflexionar. Pensaba irse un par de
meses a Barcelona con el niño. Silvia Fisas, una amiga desencantada de
la comuna, acababa de abrir una tienda de ropa ibicenca en el barrio
gótico y le ofrecía un puesto de vendedora. Amador no se opuso, aunque
le pidió aplazar la marcha una semana. Prometía enmendarse. Pero dos
días después, una tarde ventosa y con llovizna, se fue en bicicleta a
dar una clase de yoga y ya no volvió. Ni al día siguiente ni a la semana
siguiente. Entonces Ruth liquidó su pequeño negocio, cogió al niño y se
trasladó a Barcelona.
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