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El invitado amargo

El invitado amargo empieza con el anuncio de la muerte del padre en una escena de cama de su hijo, y termina, al cabo de más de tres décadas, el mismo día del año y en la misma casa, donde la entrada de unos ladrones hace salir de una caja negra el pasado de dos amantes.
En el transcurso, no siempre lineal, de ese tiempo iniciado por el encuentro de un escritor de treinta y cinco años y un joven estudiante que escribe versos, el libro se despliega como una novela de la memoria, un recuento verídico tratado con los dispositivos de la ficción. Pero también como un ensayo narrativo sobre las ilusiones y los resentimientos del amor, y como un doble autorretrato con paisaje -el de la España cambiante de los años 1980- y con figuras, una rica galería de personas reales, algunas sobradamente conocidas, tratadas como personajes o testigos de una tragicomedia de la felicidad, la infidelidad, las búsquedas personales y el anhelo de lo que pudo ser.
Luis Cremades y Vicente Molina Foix han escrito de un modo singular pero separadamente este libro sin precedentes. En la libertad mutua de rememorar por separado, en la importancia dada a lo que pusieron por escrito mientras se amaban y se traicionaban, los autores reencuentran el territorio común de la palabra para mirarse desde el presente tratando de recuperar con desnuda autenticidad, sin nostalgia, lo que esos espejos contuvieron en su día y han dejado como poso.
Y lo han hecho, como ellos mismos señalan irónicamente, siguiendo el patrón del «folletín» en el sentido original del término: cada capítulo, firmado en alternancia por ambos, se escribía sin previo acuerdo y le llegaba al otro manteniendo la intriga, como en las novelas del siglo XIX. Con la diferencia de que en ese feuilleton en 64 capítulos los dos protagonistas-lectores sabían el final, pero no las sorpresas y revelaciones que su propia historia les podía deparar.
En este libro, que no dejará indiferente a ningún lector, asistimos a la demostración de la probada maestría de Molina Foix y a la revelación narrativa de un poeta, largo tiempo en silencio.
Primera parte  
1. Vicente
     En mitad de la noche del 30 de diciembre de 1978 sonó el teléfono en el dormitorio. Yo dormía abrazado a M., sosteniendo su cuerpo sin ropa, y al quitarle mis manos para responder a la llamada M. se despertó. Levanté el supletorio en forma de góndola que estaba sobre la mesilla art déco, aquella noche conectado por si llegaba desde Alicante la llamada que temía. La palabra áspera y poco detallada de Rafael, el marido de mi hermana, me dio a entender, sin decir la palabra muerte, que papá había muerto. Antes de dar fin a la breve conversación telefónica, M., que no me había oído hablar más que de aviones y horarios, se puso a llorar a mi lado. Lloraba con más lágrimas que yo.

     Pasé la noche de San Silvestre velando el cuerpo de mi padre, una estructura sólida y grande que a finales de agosto de ese mismo año yo había visto dar largas caminatas por la orilla y nadar vigorosamente en las aguas de la playa de San Juan, y a primeros de diciembre, cuando regresé de Oxford, encontré postrada en un sillón del mirador de la casa familiar, sosteniendo la cabeza de un anciano absorto, sumido, demacrado. Mientras mamá nos miraba desde la antesala, intentando una sonrisa plácida que no escondía el rictus de su propia agonía, me incliné sobre él, se dejó dar mi abrazo sin cambiar de postura en el sillón, pero al ir a besarle en las mejillas, tres meses antes encarnadas y aquel día de invierno pegadas al hueso y lívidas, apartó la cara, como si sintiera vergüenza de presentarse con la estampa de hombre acabado ante el único hijo que no había seguido su fulminante declive desde que en octubre se le detectase un cáncer de pulmón con metástasis. Nunca había estado enfermo, había dejado de fumar a los cincuenta años, se había jubilado en plena forma, y ahora, con setenta y dos años recién cumplidos, yacía en la morgue del sanatorio Vistahermosa de Alicante. Por los alrededores del edificio, incluso en la cafetería del establecimiento, sonaba el estallido de los «benjamines» y se oían cánticos de fiesta de quienes, sin tener muertos que velar, transitaban la calle y la carretera cercana o se tomaban las uvas en compañía de sus enfermos con curación.

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